Decadencia de la escolástica

Preludios de la decadencia de la Escolástica

El grandioso ideal de la «Cristiandad», concebida como una agrupación de pueblos, bajo la autoridad temporal del Emperador y la espiritual del Romano Pontífice, iniciado desde Carlomagno, parecía haberse logrado en parte en el siglo XIII. Pero al comenzar el XIV se aprecia claramente que se había convertido en un sueño irrealizable. Se rompe la armonía entre los dos poderes supremos que debían haberla regido, y comienza a disgregarse la precaria unidad conseguida entre los pueblos cristianos. Los «pueblos» se convierten en «naciones», que adquieren fisonomía propia, y se orga­nizan internamente en monarquías consolidadas bajo reyes absolutistas y centralizadores, como Felipe el Hermoso de Francia y Eduardo III de Inglaterra. Francia, Inglaterra, Alemania, Portugal, Castilla, etc., aparecen como entidades con caracteres propios y frecuentemente rivales, cuyas diferencias se acentúan en guerras como la de los Cien Años.

Esta conciencia nacionalista se manifiesta de manera violenta en los conflictos entre los reyes y el pontificado. Felipe el Hermoso se enfrenta con Bonifacio VIII, Luis de Baviera contra Juan XXII. Los canonistas defienden la soberanía pontificia, mientras que los legistas reivindican la absoluta autonomía de los monarcas. Al mismo tiempo se despierta la conciencia democrática en las naciones y en la misma Iglesia, provocando serios conflictos. Los Parlamentos se enfrentan con los reyes, y los concilios con los papas (conciliarismo). Marsilio de Padua, Juan de Jandun, Guillermo de Ockham, Wiclef, Juan Huss y Jerónimo de Praga preludian el protestantismo, poniendo en litigio la autoridad pontificia, contribuyendo también a disminuirla el destierro de Aviñón y el cisma de Occidente (1378-1414). La gran peste (h. 1350), junto con el hambre que asoló Europa, contribuyó a disminuir el rigor de las Órdenes religiosas, con consecuencias desastrosas para los estudios y la formación del clero. Con el declinar del feudalismo adquieren importancia las ciudades, en las que aparece la burguesía, nueva clase social que acapara el comercio y las riquezas, llegando a ejercer poderosa influencia, conquistando libertades y franquicias.

Oxford y París continúan siendo, las principales universidades. Aumenta el número de maestros y estudiantes. En 1406, sólo en la Facultad de Artes de París se maestros y diez mil discípulos. Pero se acentúa la descomposición interna. Se atenúa el rigor de los reglamentos, la intensidad de los estudios y hay menos seriedad en las pruebas para la concesión de grados académicos, que incluso llegaron a venderse por dinero. A la vez, la multiplicación de universidades en otros países contribuyó a privar a París de su categoría cosmopolita. Muchos maestros abandonan sus aulas para dirigirse a otros centros que les ofrecían mayores ventajas.

A la abundancia de grandes personalidades del siglo XIII sucede en el XIV la de las “escuelas”. Cada Orden religiosa se preocupa por constituir una propia, en la que la originalidad queda sustituida por la fidelidad al pensamiento del jefe respectivo. Pero sobre todas prevalece desde las primeras décadas la llamada via modernorum, que invade casi todas las universidades, y a la que se adhieren no pocos miembros de órdenes religiosas, que abandonan sus propias escuelas.

La falta de originalidad se suple con una proliferación de compendios. El espíritu de escuela tiene por consecuencia enzarzarse unas con otras en discusiones interminables cuestiones muchas veces baladíes, de poca importancia. Se pierde el contacto con grandes figuras del siglo anterior y el sentido de conjunto sus sistemas. Las disputas revalorizan la dialéctica, que medio pasa a ser casi fin principal de la filosofía («Mira scientia logicalis subtilitas, qua praefata mater nostra super caetera mundi studia dignoscitur hactenus claruisse»). Por todas partes florecen las sutilezas, las argucias, las abstracciones desligadas de la realidad. Al espíritu de progreso y de investigación sucede el de crítica, interna sobre las doctrinas de las propias escuelas o externa ejercida sobre las contrarias. El prurito ‑o cosquilleo‑ de precisión en el lenguaje hace multiplicar las distinciones y subdistinciones, en que el hilo del raciocinio se pierde en laberintos que acabarán por precipitar el método escolástico en el más completo descrédito. Algo paralelo acontece en el orden artístico. A la robusta sencillez de la arquitectura ojival sucede el estilo flamígero, en que la ornamentación predomina sobre la estructura, recargando las líneas con adornos y superfluidades.

1. Guillermo de Ockham (1280-1346/1349)

Nació en Ockham, Surrey, Inglaterra, y es una de las figuras más representativas de la Decadencia de la Escolástica. Tras ingresar en la orden de los franciscanos, estudió en Oxford. Pese a no alcanzar nunca el título que habilitaba para enseñar teología, razón por la cual se le llamó Venerabilis Inceptor [Venerable iniciado], enseñó en Oxford y en Londres. En 1324 se le obliga a presentarse a la curia papal de Aviñón para responder a las acusaciones de herejía, cursadas por un ex-canciller de la universidad Oxford, pero durante el proceso se ve envuelto en dos problemas que alteran el curso de los acontecimientos: Luis de Baviera declara la superioridad del poder civil del emperador sobre el del papa, y entre el papa Juan XXII y los franciscanos se declara la denominada «guerra de la pobreza». Occam marcha a Baviera, en 1328, reside en Munich y toma partido por el emperador; a partir de entonces escribe sobre temas políticos.

La filosofía de Ockham se inscribe en la crítica que los franciscanos, por obra principalmente de Duns Escoto, dirigían a la síntesis entre cristianismo y aristotelismo, intentada por Tomás de Aquino. El punto de partida de la nueva propuesta filosófica de Ockham es un empirismo epistemológico (notitia experimentalis) que le lleva a ejercer una crítica radical a todo elemento innecesario del edificio filosófico. Admitiendo que es posible conocer intuitivamente lo individual, sin recurso alguno a la abstracción y a entidades ocultas, formas o conceptos -entidades todas, a las que aplica el criterio de economía del pensamiento, conocido como navaja de Ockham-, construye su propia teoría del conocimiento (explicada sobre todo en su importante prólogo al Libro I de las Sentencias): la base de todo conocimiento es el conocimiento intuitivo del singular, al cual llama notitia intuitiva intellectualis; el conocimiento abstractivo que se añade a todo conocimiento intuitivo, notitia abstractiva, no supone ninguna nueva operación del entendimiento para la formación del concepto: se llama abstractivo, porque abstrae -prescinde- de la existencia del individuo y, en él, el término se considera en sí mismo: es representación del objeto, en cuanto es signo, pero no es una abstracción del objeto.

La lógica de Ockham (su importante Summa logicae) trata de los términos en cuanto forman parte de un sistema de signos lingüísticos. Divide el signo en escrito (scriptus), que puede distinguirse también como vox, oral (prolatus) y mental (conceptus). El concepto es el signo mental (intentio) que remite a las cosas existentes; sólo él es universal, por naturaleza, porque puede representar a una pluralidad de individuos. En cambio, los términos escritos o hablados, que son convencionales, no pueden ser naturalmente universales. Su referencia a los objetos individuales es su significado. El significado lo explica mediante la suppositio, «suposición», la capacidad del signo para ocupar el lugar de un objeto o de una colección de objetos. La suposición es personal, si un término ocupa el lugar del individuo: «mi amigo del alma»; es simple, si ocupa el lugar de muchos, siendo entonces propiamente una intentio de la mente (que posee esta capacidad de elaborar signos naturales), como «todos los hombres son hermanos», y material, si el término se refiere a sí mismo, como «hombre es bisílabo».

Entra en la disputa de los universales con el recurso de la suposición simple. En esta perspectiva, los nombres abstractos -intenciones o signos- pueden ser absolutos o connotativos. El nombre o término absoluto tiene como referente el objeto individual o una cualidad del mismo (la sustancia o la cualidad), mientras que el término connotativo, cuyos referentes serían las categorías aristotélicas restantes (a excepción de la sustancia y la cualidad), no tiene otro referente que el individuo, siendo el resto operación del entendimiento. Los nombres, por tanto, según Ockham, sólo se refieren o a individuos o a cualidades del individuo (lo que con el tiempo corresponderá a los nombres y propiedades). En esta reducción de la referencia de los nombres está su nominalismo.

Con su teoría del conocimiento intuitivo individual ha de rechazar los clásicos argumentos escolásticos para la existencia de Dios; o Dios es conocido intuitivamente, y no lo es, o sólo es posible la fe en Dios. El mundo, creación totalmente contingente de Dios, no puede ser pensado como un conjunto de relaciones necesarias; es un conjunto de cosas y de él conocemos sólo lo que es posible por vía de la noticia experimental. Son rechazables, pues, entidades tales como el espacio el tiempo, el movimiento, etc., como distintas de las cosas. A la lógica incumbe averiguar el significado con que empleamos estos términos. El nominalismo se orienta, así, hacia una ciencia física cada vez más interesada en indagar cómo suceden los fenómenos, que en conocer la realidad subyacente a ellos. Se abre un camino para la matematización de la ciencia física por el que transcurrirán lentamente los seguidores ockhamistas.

Su valoración de lo concreto e individual y del conocimiento experimental tiene también aplicaciones en el campo de la teoría política: la separación entre fe y razón (por razones de un mayor rigor en definir la ciencia); distinción entre poder civil y religioso, según la teoría de las dos espadas; crítica a la plenitud de potestad del poder teocrático, o soberanía del papa, que ha de ser ministro, y no señor; crítica a la infalibilidad papal y concepción de la Iglesia como comunidad de fieles y no como dominio terreno.

Ockham marca el final de la Escolástica tardía; tras él, los continuadores son ya escuelas (tomismo, escotismo, occamismo) y no figuras relevantes de la filosofía escolástica. Condenadas sus obras en París, en 1339, se confirma la prohibición al año siguiente, en Roma, sólo para algunas de sus afirmaciones.

 2. Marsilio de Padua (1275‑1343)

Filósofo político italiano. Marsilio Mainadini, hijo de un notario de Padua, estudió derecho y medicina, y estuvo influido por la obra de Pedro Abano. Fue rector de la Universidad de París en 1312-1313, aunque regresó a Italia donde completó sus estudios, pero mantuvo contactos en París. En esta ciudad, junto con el conocido averroísta Juan de Jandun, empezó a redactar su obra fundamental, Defensor pacis, publicada en 1324, que fue denunciada por la jerarquía eclesiástica. A raíz de esta condena, Marsilio fue excomulgado por el papa Juan XXII. En 1326 Marsilio de Padua y su colaborador Juan de Jandun hubieron de refugiarse en la corte del emperador Luis de Baviera, del que fue su médico personal y uno de sus consejeros. Allí se encontró con Guillermo de Occam y otros franciscanos opuestos al papado. A menudo se encuadra el pensamiento de Marsilio de Padua dentro del movimiento del averroísmo latino, aunque sus fuentes intelectuales se derivan más directamente de Aristóteles mismo que del averroísmo, y sus investigaciones se centran más en la filosofía política y religiosa que en el estudio de la naturaleza.

Su obra debe enmarcarse históricamente en el contexto de las luchas entre el poder del Estado y el poder eclesiástico, y en el contexto del movimiento en favor de la independencia de las repúblicas del norte de Italia. En este marco histórico, Marsilio se basaba en los textos de Aristóteles y quiso restaurar la teoría política de éste aplicada a los casos concretos de las mencionadas repúblicas italianas del norte. Defendía el Estado laico, y abogaba por el predominio de éste sobre la Iglesia, a la que consideraba sólo como una parte más del Estado y, por tanto, debía estar sometida a las mismas leyes que regían al conjunto de los ciudadanos. Por ello combatió las interferencias eclesiásticas en los asuntos de Estado, y se opuso a la doctrina de la supremacía papal y la jurisdicción eclesiástica, ya que también combatió la tesis que consideraba el papado como institución divina. La tesis básica que daba fundamento a dicha oposición a la supremacía eclesiástica era la de considerar que el Estado es el ejemplo de comunidad perfecta, y que los clérigos son parte de él. Sostuvo que el origen y fundamentación de las leyes es la racionalidad humana y que, por tanto, no proceden de ningún instinto natural ni de ninguna inspiración divina. De esta manera se oponía a la concepción tomista de la ley natural, aunque, en la medida en que reconocía una misma racionalidad para todos los hombres, no atacó directamente la noción de ley natural, sino que simplemente la hacía derivar de la razón. Por ello, han de ser elaboradas y promulgadas por la parte predominante del pueblo (pars valentius) más cualificada, pero representativa de la totalidad. La ley es, así, una norma preceptiva y coercitiva que emana del pueblo y de la racionalidad.

Otras obras destacables son: Defensor minor; Tractatus de translatione imperii y Tractatus de iurisdictione imperatoris in causis matrimonialibus.

3. Desarrollo de la Mística

En la tradición cristiana la mística ha sido consierada como una parte de la teología que expone los supuestos, los principios y el método de la unión con Dios. Se la distingue de la ascética, que también es parte de la teología pero que trata del esfuerzo del cristiano por alcanzar la perfección a través de la práctica de las virtudes y de la renuncia y la privación, en la medida en que representa un punto de llegada, de unión y disfrute de la experiencia de lo divino, como un anticipo de la visión de Dios sólo posible en la otra vida. A los fenómenos de unión con Dios en esta vida se les llama «experiencias místicas»; tales experiencias son comunes a todas las grandes religiones, y todas ellas exponen los principios y el método por los que puede lograrse dicha unión, que se considera uno de los principales objetivos dinámicos de la propia religión. En el hinduismo, las técnicas del yoga predisponen a la unión del atman con el brahman (lo particular con lo absoluto); en el budismo, pese a su insistencia en que la liberación sólo llega por el conocimiento, el nirvana representa un punto en que lo individual desaparece en el vacío total; en el islam, los ideales místicos se encarnan en el sufismo. En el cristianismo la mística ha ocupado una parte importante de su historia, y la misma teología cristiana la considera parte consustancial de la vivencia de la fe. La mística se desarrolla en el cristianismo sobre todo a partir de la época de los padres de la Iglesia, que son los primeros en teorizar sobre ella. Se distinguen, por su influencia, Orígenes y Gregorio de Nisa, llamado «padre de la mística». El llamado pseudo-Dionisio Areopagita, autor anónimo del s. V-VI, que dejó un conjunto de escritos conocidos como Corpus Dionysiacum, de orientación neoplatónica, y que ejerció una profunda influencia a lo largo de la Edad Media, dedicó a la mística su tratado De mystica theologia. La filosofía escolástica medieval es más especulativa que mística, y los escolásticos, por lo común, relacionan las doctrinas místicas  con las doctrinas de la  gracia. Frente a la corriente mayoritaria  filosófico-especulativa surgió, no obstante, una corriente místico-especulativa minoritaria, sostenida sobre todo por autores como Bernardo de Claraval y los llamados victorinos. A estos autores se atribuye la descripción de la via mystica como un camino que debe recorrerse según diversas etapas, perspectiva que también adopta san Buenaventura, en su escrito sobre teología mística, Itinerarium mentis in Deum; estas descripciones  vienen a ser como la explicitación de la metodología mística.

Los movimientos místicos más importantes de la historia del cristianismo corresponden a los períodos de mística alemana, mística española y mística flamenca, durante los siglos XII al XVI. Todos tienen como fundamento y origen común los escritos de teología mística de los escolásticos citados. En Alemania se desarrolla una teología mística de orientación neoplatónica, escrita en lengua vernácula y centrada principalmente en monasterios femeninos, cuya espiritualidad dirigían los grandes místicos alemanes, como el maestro Eckhart, Juan Taulero y Enrique Suso o Susón, que se llamaban a sí mismos «amigos de Dios». A partir del s. XV, disminuye la importancia de la mística e irrumpe un nuevo tipo de piedad, de origen flamenco, conocido como Devotio moderna, que pregonaba una forma santa de vivir en el mundo. Ejemplo característico de esta nueva tendencia es el libro Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis.

El maestro Eckhart, Johannes Eckhart, llamado Meister (1260-1327/1328), es filósofo y místico, nacido en Hochheim, cerca de Gotha, en Turingia, Alemania. Perteneció a la orden de los dominicos, estudió probablemente con Alberto Magno, en Colonia, y enseñó en París. Es uno de los principales representantes del movimiento místico que, en el s. XIV, se opone a la filosofía especulativa. Pese a pertenecer a una orden religiosa en la que dominaba el aristotelismo, manifiesta influencias del neoplatonismo de Proclo, Agustín de Hipona, Dionisio Areopagita y Juan Scoto Eriúgena. Algunas de sus afirmaciones fueron condenadas por el papa Juan XXII como heréticas, en 1329, pero se le considera el iniciador de la mística y hasta de la filosofía alemanas, y ejerció una enorme influencia en todo el pensamiento místico medieval.

Sostiene la imposibilidad de llegar a conocer a Dios por medio de la razón humana y usa expresiones tomadas de la llamada teología negativa -antecedente de la docta ignorantia, v.g. la obra de Nicolás de Cusa- algunas de las cuales fueron objeto de la mencionada condena: «Dios ni es bueno ni mejor ni óptimo». La mística es la única vía de acceso a Dios.

Seguidores de su misticismo especulativo son Juan Taulero, Enrique Suso y Juan Ruysbroeck. Su obra de mayor importancia es Opus tripartitum. Tratados y sermones.

La mística española, que florece durante al segunda mitad del s. XVI, y que tiene en Teresa de Jesús, o Teresa de Cepeda y Ahumada (1515-1582), y Juan de la Cruz, o Juan de Yepes (1542-1591), sus grandes representantes y creadores, se desarrolla -según J.L Abellán-, en cuatro períodos: 1) un período de preparación, que va de la Edad Media a 1500 (Ramón Llull); 2) un período de asimilación, entre 1500 y 1600, en que destaca la influencia del cardenal Cisneros y de los franciscanos (Pedro de Alcántara); 3) un período de culminación, en el que aparecen los grandes representantes de la mística española, en cuanto distinta de la de otras latitudes, y 4) un período de decadencia, de 1600 en adelante. La idea medieval del «camino» como itinerario místico es, en los místicos españoles, una «morada» o un «castillo» (Las moradas o Castillo interior), con diversos aposentos (siete) y cuya entrada es la oración, o una ascensión a lo alto (Subida del Monte Carmelo). Destaca también el cristocentrismo, o culto a la humanidad de Cristo, y el tema de la «noche oscura» del alma, como etapa forzosa en la ascensión mística, que, aparte de sus connotaciones de angustia, oscuridad y temor, expresa la cuestión clásica en la teología del conocer/desconocer a Dios y de la presencia/ausencia de Dios.

La mística flamenca, cuyos orígenes se establecen en el s. VII, surge igual que la alemana de un movimiento de piedad, localizado en monasterios femeninos medievales. Jan van Ruysbroek (1293-1281) y Hendrik Herp (s. XV) son sus más representativos inspiradores; a la labor de difusión de este último debe la Europa de aquel tiempo haber conocido la literatura mística antigua. Los Hermanos de la vida común, fundados en Deventer por Gerardo Groote (1340-1384), son los promotores de la Devotio moderna, nuevo tipo de mística que predica la espiritualidad ejercida en el medio de una vida normal. Se les considera iniciadores del humanismo cristiano.

El fenómeno místico presenta a la filosofía la cuestión problemática, sobreañadida a la de la relación entre fe y razón, del valor y sentido de la experiencia individual como fuente de conocimiento de algo que se presenta como totalmente trascendente.

Filosofía franciscana en la escolástica

FILOSOFÍA FRANCISCANA

Roger Bacon (h.1214-1292)

Filósofo escolástico, llamado el «doctor admirable», perteneciente a la orden franciscana, maestro en Oxford, discípulo de Roberto Grosseteste y de Pedro de Maricourt, de quienes aprende el interés por las matemáticas y el valor de la experiencia. Sin matemáticas, dice, no se puede conocer nada de este mundo y su certeza es la mayor de todas, pero sus demostraciones no pueden contradecir la experiencia. Parece que se debe a él la expresión, aparecida por vez primera, de «ciencia experimental», referida al conjunto de saberes que no son la teología y la filosofía. Expuso sus ideas en torno a una ciencia total, no alcanzada todavía pero unificadora de todos los saberes, en su obra Opus maius (1268). Estudió la reflexión de la luz en el arco iris y comparó la velocidad de la luz con la del sonido.

San Buenaventura (1217/21-1274)

Propiamente Giovanni Fidenza, llamado «Buenaventura», perteneció a la Orden Franciscana y es reconocido como una de las figuras centrales del apogeo de la filosofía escolástica del s. XIII; teólogo y filósofo de la orden de los franciscanos, al que la tradición otorgó el título de «doctor seráfico». Nació en Bagnorea, o Bagnoregio, cerca de Viterbo, en la Toscana (Italia) y estudió en París, de 1232-1246, donde fue discípulo de Alejandro de Hales[1], a quien llama «maestro y padre», y en donde ingresó en la orden franciscana. De 1253 a 1255 enseña en París por la misma época en que lo hace Tomás de Aquino, nombrados ambos por el papa, que medió en la discusión que se produjo entre órdenes mendicantes y clero secular que se disputaban la enseñanza en la universidad de París. Uno y otro encarnan dos enfoques distintos de la filosofía escolástica, que se perpetuaron en sus respectivas órdenes religiosas; ambos mueren el mismo año.

Su Comentario a las sentencias, se considera un modelo de comentario escolástico a las sentencias de Pedro Lombardo; y sus Colaciones sobre los diez mandamientos, [conferencias], constituyen un ataque al aristotelismo averroísta y a diversas «sectas heréticas» que se oponen a la fe: Buenaventura es un místico que, al hacer teología, razona sus creencias bajo el lema agustiniano de «no entenderéis si no creéis», con el trasfondo de los principios filosóficos de Agustín de Hipona y del «Aristóteles» platónico de Avicena. En su Itinerario de la mente hacia Dios, o camino que sigue la mente para ir a Dios, escrito en el monte Alvernia, escenario de fenómenos místicos para los franciscanos, no tiene reparos en fundir la mística con la filosofía, como habían hecho ya la escuela de san Víctor y san Bernardo en el s. XII, y al exponer el séptimo grado de subida hacia Dios deja el entendimiento para atribuir la llegada sólo al corazón, al éxtasis.

Esta síntesis de pensamiento y mística, propia de san Buenaventura, pasó a caracterizar lo que se denominó escuela franciscana de la escolástica, entre cuyos autores principales están Roberto Kilwardby († 1279), Guillermo de la Mare († 1928), Juan Peckham († 1292) y Mateo de Aquasparta (1240-1302). Juan Duns Escoto, de la misma orden y tendencia, representa una nueva interpretación de Aristóteles y una mayor racionalización del pensamiento.

Juan Duns Escoto (1265-1308)

Filósofo escolástico escocés, nacido en Duns, Escocia, de donde le vienen los dos apelativos que se añaden a su nombre. Tras ingresar a los 15 años en la orden de los franciscanos, estudia en Escocia e Inglaterra y luego en París, donde alcanza el grado de maestro de teología el año 1305. El año 1307 se traslada a Colonia, donde muere a los 43 años de edad. Durante esta época (1297-1308), comenta las Sentencias de Pedro Lombardo, en Cambridge, Oxford y París y redacta diversas cuestiones cuodlibetales; unas y otras son las fuentes principales de sus obras. Es considerado uno de los más importantes filósofos medievales de la Escolástica tardía, y su postura crítica a las doctrinas de Tomás de Aquino no sólo da origen a una tradición escolástica distinta denominada escotismo, que durante siglos será la oponente intelectual de la corriente tomista patrocinada por los dominicos, sino que también establece los fundamentos de muchos conceptos y problemas que serán básicos para la nueva época intelectual que empieza con el s. XIV. La postura de simple adversario intelectual de Tomás de Aquino, que le ha sido adjudicada por una tradición poco crítica, queda desprovista de base por los estudios de los grandes medievalistas, como Gilson y P. Vignaux, que demuestran que la filosofía de Duns Escoto ofrece todo el interés de una verdadera síntesis (si acaso apenas algo más que iniciada por la brevedad de su vida) de gran altura especulativa, inspirada en una interpretación de Aristóteles que se apoya principalmente en los comentarios de Avicena y que sustituye al tradicional neoplatonismo agustiniano de los franciscanos. El objeto directo de la crítica de Escoto no es el aristotelismo de Tomás de Aquino, sino el agustinismo de Enrique de Gante, que enseñó en la universidad de París entre 1274 y 1290.

El punto de partida de la filosofía de Escoto es la tesis que adopta en la discusión de su época en torno a cuál es el «objeto primero» del entendimiento humano, lo primero que conoce, y a partir del cual se construye la metafísica. Entre los que sostienen que el primum cognitum es Dios mismo y los que defienden que es la quidditas rei materialis (la esencia de la cosa sensible), Escoto sostiene que el objeto primero y propio del entendimiento es «el ser en cuanto ser», habida cuenta no de la situación presente (pro statu isto), sino de lo que el entendimiento de por sí mismo puede (ex natura potentiae). El ser en cuanto ser es lo que se denomina también el «ser común o comunísimo», aplicable a cualquier clase de realidad sensible o meramente inteligible, finita o infinita, con significado unívoco. En este concepto de ser, la existencia no es una característica primera; lo es más bien la esencia. La existencia es una modalidad (modo o grado de realidad de la esencia, la llama) de la esencia y se entiende desde ella; hasta la misma individualidad proviene de la esencia, de la naturaleza común, o mejor de lo que llama intentio naturae, intención de la naturaleza, que no es sino el pleno desarrollo de la capacidad del ser, que no es más que pura potencialidad y que, por ello, está orientado a existir; de modo necesario en el ser infinito, de modo contingente en el ser finito.

El voluntarismo es otra de las tesis características de Duns Escoto. Genéricamente, significa la primacía de la voluntad sobre el entendimiento, aplicable a dos ámbitos. Referido a Dios, es la afirmación de la contingencia radical de las cosas, de modo que éstas son lo que Dios ha determinado que sean por su voluntad infinitamente libérrima y omnipotente, pero las cosas podrían ser exactamente lo contrario, porque la contingencia es su característica esencial y hay infinitos mundos posibles creables por Dios; lo que existe no existe por ninguna otra necesidad que la libre volición divina, el amor divino. En lo que se refiere al hombre, el voluntarismo destaca la importancia de la libertad soberana de la voluntad y del amor frente al entendimiento y al conocer. El voluntarismo, y la contingencia que implica, alcanza hasta el mismo orden moral: «Todo lo que no es Dios es bueno, porque es deseado por Dios, y no a la inversa» (Ordinatio I, d.1, p.2, n. 91).

 

[1] Alejandro de Hales (ca. 1185-1245), filósofo y teólogo escolástico franciscano, nacido en Hales Owen (Shropshire, Inglaterra), a quien se le otorgó el título de doctor irrefragabilis [doctor irrefutable]. Enseñó en París y se le considera el iniciador de la escuela franciscana, de orientación agustiniana, que concilia las teorías de Aristóteles con las de san Agustín. Su gran obra, Summa Fratris Alexandri, es de las primeras obras teológicas de esta escuela en recurrir al pensamiento filosófico de griegos y árabes.

Escolástica: Panorama intelectual del siglo XIII

La historia del pensamiento occidental en el siglo XII, está dominado por un acontecimiento de alcance incalculable: el primer encuentro importante y la fusión masiva de las producciones del pensamiento pagano (griegas y árabes) con las creaciones del pensamiento cristiano.

En su conjunto, habrá que tener en cuenta que la filosofía que se constituye en la edad media, al lado de la teología, es obra de la pura razón, y en la cual, la influencia del pensamiento cristiano no se ejerce sino indirectamente. Esto se realiza de dos maneras: positivamente, la fe estimula el deseo de conocer y de amara la verdad; negativamente, el magisterio eclesiástico, controla las conclusiones de la labor filosófica y prohibe, al filósofo, el concluir contrariamente a las enseñanzas de la Revelación.

No obstante, hay que considerar que la revelación cristiana, constituye un enriquecimiento y un estímulo para la inteligencia. Anuncia ya una colaboración armoniosa y bienhechora de la fe y la razón. Ahora bien, la distinción entre filosofía y teología, reconocida por el alta edad media, se efectuó efectivamente en los siglos XIl y XIll. Así se distinguen claramente en la época, un movimiento teológico y un movimiento filosófico; este último alcanza su pleno vigor en los grandes sistemas del siglo XIll.

La vida intelectual del siglo XIlI, está dominada por un hecho histórico capital: la introducción en Occidente por olas sucesivas, que van desde mediados del siglo Xll, hasta el -fin del siglo XIII, de una abundante literatura filosófica y científica de origen judío, griego y árabe. La historia de este movimiento de traducciones árabo-latinas y greco-latinas, constituye aun hoy un vasto campo para la investigación. Al lado de construcciones y conclusiones firmes, y muy numerosas; de cuestiones múltiples tocante al origen, la fecha y las circunstancias de composición, la dependencia literaria, etc., es decir, la labor hermenéutica para ‘catar’ el valor de todas estas versiones están aun por resolverse. La edición crítica de estas versiones medievales, es decir, de las principales fuentes en que bebieron los filósofos latinos de la Edad Media, es una de las obras científicas de mayor urgencia que se imponen a la hora actual. (citamos a manera de ejemplo: Aristóteles latinus, El corpus platonicum media aevi. Averroes latinus, Avicena latinus etc. etc.

La labor doctrinal y literaria del siglo XIII, estuvo precedida en primer lugar de las grandes síntesis árabe y helénica. De esto podemos aportar las siguientes indicaciones: En primer lugar, que la civilización helénica, extendida en toda la cuenca del Mediterráneo, se encuentra a la base de todas las civilizaciones posteriores de Europa y de Africa del Norte.

Los resultados del esfuerzo científico llevado a cabo por los griegos, está dominado por las figuras excepcionales de Platón y Aristóteles que personifican el idealismo y el empirismo respectivamente.

Ambas posturas son resultado de la naturaleza compleja de nuestro conocimiento; síntesis misteriosa de sensación e idea. Así, el Platonismo y más aun el Neo-Platonismo, son doctrinas esencialmente metafísicas, abiertas al sentimiento religioso y a la contemplación mística; conllevan, por lo mismo, una moral de desprendimiento y de progreso espiritual centrado en la idea de una vida supraterrestre en comunión beatífica con Dios.

La herencia platónica, comporta sobre todo los elementos siguientes:

  • Intuición de las ideas o de los inteligibles.
  • Posibilidad de un conocimiento directo del mundo espiritual y del Ser Supremo.
  • La afirmación de una realidad absolutamente trascendente al mundo de nuestra experiencia sensible y fuente primera de toda realidad: el Bien, (Platón) y más tarde del Uno (Plotino y Proclo)
  • La doctrina de la Participación, que ve en los seres, distintos del Ser Supremo, realidades derivadas y dependientes y cuyo valor ontológico depende de la manera o grado de su ‘ participación’ o en o de la perfección del Primer Principio.  De ahí la concepción jerárquica del universo y la teoría de la emanación destinadas a explicar el proceso de la causalidad divina.
  • La concepción de la materia como no ser, multiplicidad pura, principio del mal;
  • Un dualismo psicológico, que yuxtapone u opone alma y cuerpo, (antagonismo entre ellos) Y por último, la idea de sobrevolar o sobrepasar la materia para retornar a Dios por vía de ascesis y contemplación.

Habrá que tener en cuenta que la Edad Media, no conocerá a Platón ni al platonismo directamente, sino por algunos escritos de Proclo y tres escasos diálogos platónicos: el Timeo es uno de ellos, pero su influencia será importante gracias a las infiltraciones indirectas y numerosas.

Aristóteles por el contrario, personifica el empirismo científico. Elabora una filosofía o un sistema filosófico que pretende apoyarse exclusivamente sobre las observaciones realidades cósmicas y los datos de conciencia. Su teoría del conocimiento y los análisis tan penetrantes de los procesos del pensamiento discursivo, ha hecho de él , el fundador de la ciencia y el creador de la lógica. Su filosofía natural, ofrece una interpretación ingeniosa y coherente del conjunto de los fenómenos que constituyen nuestro universo material. Sus tratados de moral, marcados por el mismo método empírico, están llenos de análisis muy ricos sobre la vida personal y social; formulan reglas de conducta inspirados en el juicio de la razón.

No obstante, el punto débil de Aristóteles esté en Metafísica. Este físico, este naturalista, este sociólogo incomparable, no es en el mismo grado metafísico. Bien que él es el fundador de la metafísica (como ciencia). Sus libros sobre Filosofía Primera, testimonian un notable esfuerzo de análisis tocante a los conceptos metafísicos fundamentales y de una elaboración bastante avanzada de muchas doctrinas metafísicas: la verdad, las causas, la substancia, la unidad, el acto y la potencia, la materia y la forma…., etc.

Encontramos una tentativa de síntesis filosófica mediante la idea de analogía, por la concepción de la jerarquía de causas y por la afirmación de sustancias espirituales, sobre las cuales reina el Motor, o Acto Puro. Pero hoy sabemos las deficiencias que un tal sistema conlleva, dejando sin solución los problemas más fundamentales de la ontología. Por ejemplo, el primer motor es la causa primera de Ia evolución cósmica, mas no parece que mueva al mundo como causa eficiente del movimiento; no es ciertamente tampoco causa creadora o de ser. La jerarquía de las sustancias espirituales, las esferas celestes y la materia del mundo terrestre con todas sus especies han de ser concebidas como necesarias y eternas. Este Absoluto que es una multiplicidad sujeta al devenir, plantea al pensamiento metafísico problemas que Aristóteles mismos no prevee ni plantea.

La eternidad del mundo y del tiempo parece ser para él el postulado que se impone y que no busca o no requiere de prueba en el plano metafísico. El orden universal, es u n hecho, un objeto de observación sobre el que no se busca la razón última. En resumen: la Metafísica de Aristóteles como los ensayos de metafísica que precedieron al sistema neoplatónico, son una metafísica incompleta, inacabada, en la que la misma problemática carece de envergadura y profundidad. Si la juzgáramos como un sistema definitivo, podríamos calificarla de panteísmo cósmico porque las sustancias espirituales y el mundo en el sistema, poseen las características fundamentales del absoluto: la existencia necesaria y eterna de sí.  Ahí no se trata en efecto, el problema fundamental de la metafísica: el de la existencia (de los entes)

No podemos ver tampoco ahí un verdadero teísmo y mucho menos un ‘riguroso teísmo’ puesto que si el Primer Motor o Acto Puro de Aristóteles fuese un ser Personal e incluso el más perfecto, no es ni causa creadora ni providente y su trascendencia en relación a las sustancias separadas es muy relativa.

Las lagunas de la Metafísica, en el dominio de la psicología humana, entraña entonces dificultades.  El problema de nuestra propia naturaleza es probablemente el más difícil de los problemas filosóficos: punto de encuentro entre el universo material y espiritual.  El hombre es un macrocosmos de extraña complejidad y su naturaleza es una primera fuente de dificultades.  Estas se vuelven más hondas cuando abordamos el problema del origen del alma espiritual.  La metafísica de Aristóteles, no ofrece ninguna posibilidad de salvación que respete los datos psicológicos, lo que sin duda se atenía por encima de todo, en virtud de su método general.

El ‘noús‘o intelecto, pertenece al mundo intelectual, espiritual, eterno e incorruptible, divino. Aquí termina la sabiduría de Aristóteles.

Pero podemos entonces preguntamos: ¿de dónde viene el intelecto que lo hace pensar? ¿cómo está unido a las otras partes del alma?. Si preexiste el individuo, ¿dónde estaba? ¿en qué mundo? ¿qué rol jugaba? ¿por qué ‘cayó’ en un cuerpo?, ¿cada humano, posee un ‘noús’ que le es propio? ¿a dónde va el intelecto después de la muerte? El sistema de Aristóteles, apenas sí plantea algunas de estas preguntas pero deja todas, sin responder.

Sus discípulos trataron de resolverlas en sentidos diversos, mas ninguno ha logrado llegar sin traicionar en puntos importantes la doctrina original de su maestro. Por ejemplo, Alejandro de Afrodisia, sacrificó el carácter inmaterial del intelecto; Averroes, arruinó la personalidad del individuo humano.

Tomás salvó lo uno y lo otro, mas su doctrina, tocante al origen del alma humana corolario inmediato de su doctrina de la creación, es del todo extraña al sistema de Aristóteles. Para esto, fue necesario poseer una noción muy exacta del acto creador y ver en el influjo de la Causa Primera Creadora, la razón última de la existencia, de la duración y de la actividad de todas las substancias que constituyen el orden creado.

No obstante, el esplendor de la obra de Aristóteles, fue inmenso y ha seguido siendo hoy uno de los productos mayores de la inteligencia humana. La razón de su validez es inherente a la naturaleza, al método y al valor de sus trabajos. Con Aristóteles nos aparece un mundo real e inteligible Su física, incluye un realismo ontológico y epistemológico. La idea misma de ciencia está ligada al conocimiento de los objetos.

En su conjunto, podemos decir que la obra científica de Aristóteles representa el resultado más firme y más extenso de la actividad intelectual griega. Aristóteles representa la gran enciclopedia de la ciencia antigua, su obra es como un potencial, un capital intelectual que se va a transmitir durante un largo tiempo.

No obstante, las tendencias empiristas y agnósticas que perfila, crean desconfianza en los espíritus religiosos y dejan insatisfechos a los metafísicos. Las lagunas descubiertas de su sistema dan lugar a discusiones interminables entre sus discípulos. De ahí que casi siempre los pensadores que se inspiran en el peripatetismo serán llevados a corregir o a completar los puntos de vista del estagirita, con la ayuda de temas tomados del platonismo y neoplatonismo.

Llegados al siglo XIII, si el Aristotelismo comenzaba a aparecen en Occidente, se le enseñaba mal y con grandes errores.

Aportación Árabe

La conquista árabe del siglo VII, fue punto de partida de una civilización nueva en la cuenca meridional del Mediterráneo. Mezclados a los pueblos sometidos, los árabes son muestra de una capacidad de asimilación extraordinarias. La cultura no posee nada de verdaderamente original, ni incluso la religión, pero saben muy bien sacar partido de la civilización helénica.

En filosofía, explotan los tesoros del pensamiento griego; así, se sigue un movimiento que desde Siria, Egipto, Mauritania, España y las dos Sicilia, aporta a Occidente latino, la herencia del saber griego antes que las cruzadas hayan permitido a Occidente, reanudar las relaciones intelectuales directas con el imperio de Oriente.

En el mundo musulmán y judío, el movimiento filosófico se desarrolla en el seno de una civilización profundamente religiosa, y los filósofos han de tener en cuenta, mucho más que con los griegos, del hecho que existe una religión que comporta una revelación, una ortodoxia. Esta situación casi desconocida de griegos y romanos, entraña fenómenos nuevos: influencias recíprocas del pensamiento racional y de las creencias religiosas conflictos doctrinales, búsqueda de equilibrio y de una actitud conciliadora. En breve: el problema de la razón y la fe y subsidiariamente, el de las relaciones entre saber filosófico y ciencia religiosa que se plantean tanto en el islamismo como en el judaísmo y cristianismo.

Algunos estudiosos de la civilización medieval opinan que la filosofía griega seguirá siendo un elemento extraño y secundario para el pensamiento islámico, el cual, anterior a su encuentro con lo griego, poseía ya su propia visión del mundo de origen oriental. No obstante, las antinomias que oponían el racionalismo griego a las concepciones religiosas de inspiración oriental habían sido atenuadas por el neoplatonismo. Además, observan algunos, el pensamiento helénico es ya en sí mismo un pensamiento orientalizado.

Por último, sabemos que la filosofía árabe estuvo dominada por las dos grandes figuras de Avicena y Averroes. El sistema de lbn Sina (en latín Avícenna), muerto en 1037, es una combinación de aristotelismo y neo-platonismo: la lógica y la física de Aristóteles encuadradas en una metafísica plotiniana. Esta mezcla de dos filosofías tan opuestas en su inspiración y método, es una de las características comunes a casi todos los pensadores árabes y judíos; fenómeno que se explica, por la necesidad de completar, con ayuda del neoplatonismo las lagunas de la metafísica de Aristóteles y de su propia teología.

Reconocemos que Avicena legó a Occidente cristiano una obra enciclopédica, caracterizada por ser una vasta paráfrasis de los escritos de Aristóteles, matizada o coronada por una interpretación neoplatónica de la causalidad creadora.

Por su parte Ibn Ruschd (Averroes), muerto en 1198, consagra el triunfo de Aristóteles entre los árabes Averroes profesa por el Filósofo, una admiración cercana al culto. De lado de sus escritos originales, dejó tres series de comentarios sobre los libros de Aristóteles, comentarios que ejercieron una influencia profunda en la exégesis peripatética entre los latinos y que le valdrá el título del comentador.

De este filósofo, habrá que llamar la atención en primer lugar, sobre los esfuerzos realizados por enunciar en términos precisos las relaciones de la filosofía con la religión. El problema estaba planteado desde hace mucho tiempo por los filósofos árabes, dado que los teólogos del Islam no habían asistido a los progresos de la especulación racional sin reaccionar. Averroes logra asegurar la autonomía de la filosofía, que representa la verdad absoluta y la interpretación sabia del Corán; la filosofía es independiente de la teología: De ahí que los doctores cristianos denuncian a Averroes como el padre del racionalismo antirreligioso. No obstante, los historiadores de la Edad Media, exponen de una manera muy divergente la posición de Averroes en metafísica.

Averroísmo

Equívocamente se designa con este nombre a la filosofía árabe que pudiera tener su punto de partida en Averroes, que no la hubo, puesto que, tras su muerte decae profundamente la filosofía árabe en occidente, por lo que el averroismo es el conjunto de tesis filosóficas que se expandieron en el mundo latino occidental, como propias de Aristóteles, a partir de los comentarios de Averroes. De 1150 a 1250 se tradujo al latín una gran cantidad de obras, procedentes del mundo griego, del árabe y del hebreo; los comentarios árabes que acompañaban a las traducciones de las obras de Aristóteles llamaron poderosamente la atención, por su novedad, de las «facultades de artes» de las universidades de París, Padua y Bolonia. Alberto Magno y Robert Grosseteste, entre otros, recurrieron frecuentemente a los comentarios de Averroes, y muchos profesores de la Facultad de Artes, en oposición a los de la Facultad de Teología, hicieron suyos los comentarios averroístas. A estos maestros en artes se les comenzó a llamar «averroístas» en sentido acusatorio y se les atribuían afirmaciones consideradas peligrosas e inconciliables con la fe cristiana. En tales doctrinas se sostenía sobre todo que:

a) sólo existe un único entendimiento separado (tanto agente como paciente).para toda la especie humana; que

b) la materia es eterna, y que

c) se puede defender la teoría de la doble verdad.

Se hacía, así, difícil sostener, respectivamente, la inmortalidad individual, la idea cristiana de la creación del mundo a partir de la nada, y la creencia de que la verdad sólo es una (la revelada). De entre las diversas condenas sufridas por estas tesis destacan las hechas por Esteban Tempier, obispo de París, en 1270 y 1277, que incluían además algunas tesis tomistas y, sobre todo, las teorías de Siger de Brabante y Boecio de Dacia, profesores de la Facultad de Artes y claros defensores de las doctrinas averroístas. A este averroísmo (doctrinalmente condenado de alguna manera) se le ha dado el nombre de «averroísmo latino». Según esta postura, Aristóteles no podía ser aceptado por la filosofía escolástica por no resultar compatible con los dogmas religiosos. Ésta fue una nueva ocasión de plantearse cuál era el papel que debía otorgarse a la razón (sólo aceptable cuando se trataba de aplicarla a la lógica aristotélica, pero no a las teorías físicas y metafísicas). Tomás de Aquino emprendió precisamente la tarea de depurar la filosofía escolástica medieval del lastre de las interpretaciones averroístas, buscando una lectura de Aristóteles compatible con la fe cristiana.

En el s. XIV renace el averroísmo, combatido en el siglo anterior: Ricardo Fitz-Ralph, obispo de Armagh, en Irlanda, sostiene que la doctrina del entendimiento activo único no es propiamente de Aristóteles, sino de Averroes. Aparece asimismo el denominado «averroísmo político» defendido por profesores parisinos, entre ellos Juan de Jandun (1280-1328), el primero en aplicarse a sí mismo el apelativo de averroísta, y Marsilio de Padua (ca. 1275-1343), ambos adversarios políticos del papa y partidarios de Luis de Baviera, que sostenían una concepción naturalista de la sociedad.

En pleno Renacimiento italiano se produce un nuevo, y último, florecimiento averroísta, al aparecer aquellas dos corrientes aristotélicas, según una distinción atribuida a Renan, de un aristotelismo averroísta (inspirado en Averroes), cuya sede es la universidad de Padua, y un aristotelismo alejandrista (basado en los comentarios de Alejandro de Afrodisia). El punto en discusión era la manera de entender la inmortalidad individual. Según la perspectiva averroísta, el alma humana, separada del cuerpo, carece de individualidad propia, pero subsiste en un alma común, mientras que, en la perspectiva alejandrista, el alma sin cuerpo no subsiste en modo alguno, desaparece. Coincidían ambas corrientes en reconocer la coherencia de la filosofía natural de Aristóteles, que aceptaban incluso cuando era contraria a la fe.

San Alberto Magno (ca.1200-1280)

Alberto de Lauingen o de Sajonia, lugar donde nació, miembro de la orden de los dominicos, llamado doctor universal, enseñó en Friburgo, Colonia -donde fue maestro de santo Tomás de Aquino- y París, y fue posteriormente obispo de Ratisbona (Regensburg). Hombre de amplia cultura, por abarcar no sólo conocimientos de teología, filosofía, lógica, ética, metafísica, sino también de ciencias de la naturaleza, como meteorología, mineralogía, fisiología, botánica, zoología, etc., de donde le viene el calificativo de «grande», fue uno de los primeros en introducir a Aristóteles en la filosofía escolástica y uno de los primeros escolásticos que mostró un interés específico por las ciencias naturales. En su intento de aristotelizar la filosofía, pese a ser un neoplatónico convencido, recurrió a las traducciones recientes hechas a partir del griego. Influido por el árabe Al-Farabi, desarrolla la teoría del «entendimiento adquirido», o entendimiento separado en cuanto se constituye en forma del alma, comunicándole la «vida teórica», o fin supremo de la vida humana, que anticipa temporalmente el modelo de vida eterna. De ahí surge una visión de la filosofía como forma de vida teórica, que influirá más tarde en los místicos alemanes, sobre todo en el Maestro Eckhart. En sus comentarios a las obras naturalistas de Aristóteles, recurre a experimentos y observaciones empíricas que dice haber realizado.

Su obra filosófica se compone de paráfrasis a diversas obras de Aristóteles y comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo y, entre sus obras de contenido científico, destacan Sobre los vegetales y las plantas, Sobre los minerales, Cuestiones sobre los animales. Se le atribuyeron numerosas obras apócrifas sobre alquimia, magia y nigromancia (como El Grande y El pequeño Alberto, Secretos de mujeres, Secretos egipcíacos). Su última obra, Summa de mirabili scientia Dei, quedó inacabada.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

Nació en el castillo de Roccasecca, Frosinone, hijo de Landolfo, conde de Aquino. Se educó en el monasterio de Monte Cassino y luego en la universidad de Nápoles (1239-1244), donde a los catorce años emprende el estudio de las «artes». En 1244 ingresa en la orden de los dominicos. La madre, que se oponía a tal decisión, encarga a otro de sus hijos que le secuestre y encierre en el castillo. Libre, al fin, de la oposición de su familia, al cabo de un año marcha a París, donde es discípulo predilecto de Alberto Magno, a quien sigue luego a Colonia; vuelto a París, redacta el Comentario a las sentencias (1254-1256), inicia su labor como profesor y enseña en distintos lugares de Italia y Francia: Anagni, Orvieto, Roma, Viterbo, París y Nápoles. En esta época escribe sus obras, entre la que destacan Summa contra gentiles, escrito con finalidad misionera, y sobre todo la Summa theologiae, considerada la obra de mayor relevancia de toda la escolástica. Muere mientras se dirigía al concilio de Lyón, convocado por Gregorio X, en la abadía de Fossanova. Fue canonizado por Juan XXII, en 1323, y proclamado doctor de la Iglesia en 1567. Tras la Contrarreforma, fue considerado como el paradigma de la enseñanza católica, pero sus doctrinas no siempre habían sido comúnmente aceptadas. En 1277, el obispo de París, Tempier, instigado por el papa Juan XXI, antes Pedro Hispano, y cuyos manuales se utilizaban en muchas universidades europeas, condena un determinado número de tesis entre las cuales una veintena son tomistas; el mismo año, Roberto Kilwardby, dominico y arzobispo de Canterbury, prohíbe una treintena de tesis en la universidad de Oxford, la mayoría de las cuales son tomistas. Desde 1280, los franciscanos recurrían, con fines polémicos, a un Correctorio sobre el fraile Tomás, redactado por Guillermo de la Mare, en el que se pasaba revista a los errores tomistas.

El gran mérito que se atribuye a Tomás de Aquino es el de haber logrado la mejor síntesis medieval entre razón y fe o entre filosofía y teología. Sus obras son eminentemente teológicas, pero, a diferencia de otros escolásticos, concede, en principio, a la razón su propia autonomía en todas aquellas cosas que no se deban a la revelación. Para expresar esta autonomía y naturalidad de la razón recurre a la filosofía aristotélica como instrumento adecuado y, así, para combatir el averroísmo latino, utiliza sus propias armas: los textos mismos de Aristóteles. En la labor de armonización del aristotelismo con el cristianismo, algunas de las cuestiones que Tomás de Aquino ha de tratar de diferente manera son: Dios primer motor de un mundo eterno, el alma mera forma del cuerpo, la preexistencia de las esencias.

Concibe a Dios no meramente, a la manera de Aristóteles, como el primer motor que, desde siempre, mueve un mundo eterno, ni tan sólo a la manera de Averroes y Avicena, como causa primera de un mundo eterno, sino como el ser subsistente, o simplemente el ser mismo, noción que se constituye en la idea central de todo su sistema. «Ser», que en Aristóteles es la idea de «ser en cuanto ser», se convierte en «existir», y explica esta noción desde la idea de creación, como un recibir el ser de otro o un comenzar a existir por otro; el que crea, por tanto, ha de ser la perfección del existir, y en él se halla la plenitud o el acto puro de ser: actus essendi. Sólo en el ser subsistente, Dios, cuya esencia es existir, se identifica realmente la esencia y la existencia; en lo creado, esencia y existencia se distinguen y toda esencia, la del hombre, por ejemplo, llega a existir sólo cuando recibe el ser por la creación, siendo entonces un compuesto de esencia y existencia. La creación es un acto libre de Dios, que da origen al tiempo. La tesis del «ser como acto», central en la metafísica de Tomás de Aquino, exige el complemento de la analogía del ser: el ser que, según Aristóteles, «se dice de muchas maneras», permite entender a Dios a partir de lo creado afirmando a la vez que es muy distinto de todo lo creado. La analogía permite construir los argumentos de la existencia de Dios, o las conocidas cinco vías o maneras de llegar a saber que Dios existe a partir de las cosas.

Las ideas de Tomás de Aquino sobre el hombre son igualmente innovadoras, respecto de las de Aristóteles: el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, pero el alma no es la mera forma del cuerpo, que perece con él; es su forma, pero le da además el ser y la individualidad: el hombre existe y es individuo por el alma, principio de vida vegetativa, sensitiva e intelectual; cada alma posee, a diferencia de lo que sostenían Averroes y Avicena, su propio entendimiento agente y su entendimiento posible; cada alma es por lo mismo depositaria de su propia inmortalidad. La autonomía que atribuye a la razón humana, aun siendo limitada, plantea en principio la posibilidad de una auténtica actividad filosófica independiente de la fe que, no obstante, Tomás de Aquino no llega a desarrollar. Escribió comentarios sobre diversas obras de Aristóteles y practicó todos los géneros literarios escolásticos de cuestiones disputadas, cuestiones cuodlibetales, tratados, etc.; destacan, además de las mencionadas, De veritate y De regimine principum.

Es destacable la aportación de Tomás de Aquino a la noción de estado moderno y al surgimiento de la ciencia política. Aplica el naturalismo aristotélico también a la sociedad, que llama civitas o civilitas, y distingue en el hombre la doble condición de ser «humano» y «ciudadano»: el ciudadano es el hombre político, no el mero hombre. Siguiendo a Aristóteles, para quien la naturaleza no hace nada en vano, tanto la civitas como la condición de ciudadano han de poder llegar a su plenitud; por lo que el Estado es un producto de la naturaleza del mismo modo que la iglesia es un producto de lo sobrenatural. La «congregación de hombres», que es el Estado, ha de poder alcanzar su plenitud lo mismo que la Iglesia.

Si el Estado es un producto de la naturaleza, también lo es la ley del Estado, o sea, la ley positiva, la cual, no obstante, deriva de la ley natural, por lo que ha de estar de acuerdo con ella. Toda ley se justifica únicamente por el bien común, y sólo éste justifica el poder.

Descripción sucinta de las obras principales

1. Scriptorum in quattour libros Sententiarum Magistri Petri Lombardi Episcopi Parisiensis (1254-1256)

Se encuentra en ello ya todo Santo Tomás. Ofrece interés filosófico particular: la presencia de Aristóteles como inspiración ya está claramente manifiesta; hay recursos frecuentes a Avicena y Averroes. Sus partes:

De Deo et de Trinitatis

De Creatione

De Mysterio Incarnationis ac de eius beneficiis

De Sacramento et de gloria Resurrecctionis

Elaboración de una serie de cuestiones que reflejan la atmósfera particular de la época.

2. Expositio super librum Boethi “De Trinitate” (1257-1258)

Procedimiento seco y riguroso. Fundamental para conocer la ‘doctrina de la ciencia’ del aquinate, particularmente en lo que respecta al proceder filosófico teológico; sobre todo en lo referente a la relación ferazón. Consta de un prólogo, un proemio, seguido de 6 quaestiones con 4 artículos cada una. Es una inconclusa.

3. EXPOSITIO IN DIONSYSIUM “DE DIVINIS NOMINIBUS” (1258-1265)

Obra que, junto con el comentario tardío al ‘De Causis’ introduce al influjo que tuvo el neoplatonismo especulativo en el desarrollo original del pensamiento tomista. Sobre todo al problema del mal, del ser y de la emergencia del acto perfectivo.

4. CONTRA GENTILES (Opus, Summa: 1259-1263 aprox., con múltiples interrupciones)

Originalidad en relación a la ‘oficialidad’ que condicionaba la labor del maestro en la época. En ella, procede con método compuesto: filosófico-teológico, a pesar de reconocérsela como summa philosophica. De hecho, la sapientia de la que se habla en el capítulo I de libro 1, es: la sacra doctrina como sabiduría en cuanto oficio del sabio y que es: veritatem divvinam quae abtibinastuce est veritas, meditatem eloqui... et errorem contra veritatem impugnare. Consta de cuatro libros (sin título) dividida en capítulos complexivos (102+102+163+79). Los tres primeros libros contienen argumentos prevalentemente filosóficos en lo que respecta particularmente a las relaciones creatura-creador. El libro cuatro, está dedicado a temas prevalentemente teológicos (De Trinitate, De incarnatione, De pecato originale, De incarnatione Verbi; De Sacramentis, De novisimis).

5. SUMMA THEOLOGIAE ( 1267-1273)

Es sin duda una de las producciones más altas del espíritu humano de todos los tiempos. Implicó el trabajo de una decena de años, intercalando -por exigencias académicas- las quaestiones disputatae, los comentarios a Aristóteles y al Pseudo Dionisio, a Boecio, al De Causis, y los textos bíblicos que se señalaban.

Dividida en cuatro partes de amplitud desigual:

I Pars, dedicada fundamentalmente a los problemas de dogmática fundamental.

II Pars, dividida a su vez en dos partes

III Pars, Inconclusa.

La I-II y la II-II, abarcan toda la vida moral, general y especial respectivamente. La I pars, está dedicada a los problemas fundamentales de la dogmática [Existencia de Dios, creación, hombre, en su estructura sustancial, sus facultades y dependencia de Dios. Parte lII, expone el misterio de la Encarnación con el tratado importante y saliente de la Vida de Cristo (qq 1-59), seguido del tratado de los sacramentos, quedando incompleto el tratado sobre la penitencia….]. Tomás mismo caracteriza estas tres partes: 1º «De exemplari, scilicet de Deo et de his quae processerunt ex divina potestate, secundum eius voluntate”; 2º. ”De eius imagine, id est de homine secundum quod et ipse est suorum operum principium, quasi liberum arbitrium habens et suorum operum potestatem”; 3º. “Quia Salvator noster Dominus Jesus Christus teste Angelo (Mt. 1.21)….”

6. DE ANGELIS SEU DE SUBSTANTIIS SEPARATIS AD FRATEM RAYNALDUM DE PIPERINO

El prólogo, ofrece como pocos otros textos, el toque de ingenio del autor y de la peculiaridad de su método. Obra de la apertura a las diversas voces de la verdad sin importar sobremanera su procedencia, tanto dentro como fuera de la revelación. La obra se cierra en el capítulo 20, dando u compendio crítico, de excepcional importancia especulara, no sólo en lo que respecta a la naturaleza espiritual, sino también por la neta posición en torno a las relaciones entre Platón y Aristóteles. Ofrece agudeza y puntualización en la estructura metafísica de la creatura y en la que ocupa un lugar importante la noción de participación.Además, ofrece la refutación del hilemorfismo universal que devastó la escuela agustiniana, del filósofo hebreo Avicebrón.

7. COMPENDIIUM THEOLOGIEAE: (incompleto)

Completa sólo la III parte (Tractatus prior, De Fide, 246 caps.) 211 parte (De Spe, 15 caps.). Falta toda la tercera parte. La noción de participación ocupa un lugar central.

8. IN LIBRUM DE CAUSIS EXPOSITIO

Obra esencial de excepcional importancia para profundizar la metafísica sintética del último Tomás. En ella, corrige los errores del emanatismo arábico y que se habían atribuido al Pseudo Dionisio. Bellas precisiones sobre origen y naturaleza; gracias a la versión de la Stoigeiosis Theologiké, de Proclo, traducida al latín por Guillermo de Moerbeke.

9. QUAESTIONES DISPUTATAE Indispensables para la profundización de los principales problemas filosóficos y teológicos. Comprende desde las Quaestiones de veritate, hasta la quaestio de Malo, el arco completo de veinte años de magisterio. Su importancia radica en el carácter metodológico en cuanto que en ellas. S. Tomás sigue el método analítico. Ejemplos típicos, la cuestión 21 de De Veritate: “tractatus de bono” (21-24)

Alocución deBenedicto XVI dedicada a Orígenes de Alejandría

alejandria_bibliotecaOrígenes: vida y obra

Queridos hermanos y hermanas: 

En nuestras meditaciones sobre las grandes personalidades de la Iglesia antigua, conocemos hoy a una de las más destacadas. Orígenes de Alejandría es, en realidad, una de las personalidades determinantes para todo el desarrollo del pensamiento cristiano. Recoge la herencia de Clemente de Alejandría, sobre quien meditamos el miércoles pasado, y la proyecta al futuro de manera tan innovadora que lleva a cabo un cambio irreversible en el desarrollo del pensamiento cristiano. Fue un verdadero «maestro»; así lo recordaban con nostalgia y emoción sus discípulos:  no sólo era un brillante teólogo, sino también un testigo ejemplar de la doctrina que transmitía. Como escribe Eusebio de Cesarea, su biógrafo entusiasta, «enseñó que la conducta debe corresponder exactamente a la palabra, y sobre todo por esto, con la ayuda de la gracia de Dios, indujo a muchos a imitarlo» (Hist. Eccl. VI, 3, 7).

Origenes01Durante toda su vida anhelaba el martirio. Cuando tenía diecisiete años, en el décimo año del emperador Septimio Severo, se desató en Alejandría la persecución contra los cristianos. Clemente, su maestro, abandonó la ciudad, y el padre de Orígenes, Leónidas, fue encarcelado. Su hijo anhelaba ardientemente el martirio, pero no pudo realizar este deseo. Entonces escribió a su padre, exhortándolo a no desfallecer en el supremo testimonio de la fe. Y cuando Leónidas fue decapitado, el joven Orígenes sintió que debía acoger el ejemplo de su vida. Cuarenta años más tarde, mientras predicaba en Cesarea, declaró:  «De nada me sirve haber tenido un padre mártir si no tengo una buena conducta y no honro la nobleza de mi estirpe, esto es, el martirio de mi padre y el testimonio que lo hizo ilustre en Cristo» (Hom. Ez. 4, 8).

En una homilía sucesiva —cuando, gracias a la extrema tolerancia del emperador Felipe el Árabe, parecía haber pasado la posibilidad de dar un testimonio cruento— Orígenes exclama:  «Si Dios me concediera ser lavado en mi sangre, para recibir el segundo bautismo habiendo aceptado la muerte por Cristo, me alejaría seguro de este mundo… Pero son dichosos los que merecen estas cosas» (Hom. Iud. 7, 12). Estas frases revelan la fuerte nostalgia de Orígenes por el bautismo de sangre. Y, al final, este irresistible anhelo se realizó, al menos en parte. En el año 250, durante la persecución de Decio, Orígenes fue arrestado y torturado cruelmente. A causa de los sufrimientos padecidos, murió pocos años después. Tenía menos de setenta años.

Hemos aludido a ese «cambio irreversible» que Orígenes inició en la historia de la teología y del pensamiento cristiano. ¿Pero en qué consiste este «cambio», esta novedad tan llena de consecuencias? Consiste, principalmente, en haber fundamentado la teología en la explicación de las Escrituras. Hacer teología era para él esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos decir incluso que su teología es una perfecta simbiosis entre teología y exégesis. En verdad, la característica propia de la doctrina de Orígenes se encuentra precisamente en la incesante invitación a pasar de la letra al espíritu de las Escrituras, para progresar en el conocimiento de Dios. Y, como escribió von Balthasar, este «alegorismo», coincide precisamente «con el desarrollo del dogma cristiano realizado por la enseñanza de los doctores de la Iglesia», los cuales —de una u otra forma—  acogieron la «lección» de Orígenes.

Así la tradición y el magisterio, fundamento y garantía de la investigación teológica, llegan a configurarse como «Escritura en acto» (cf. Origene:  il mondo, Cristo e la Chiesa, tr. it., Milán 1972, p. 43). Por ello, podemos afirmar que el núcleo central de la inmensa obra literaria de Orígenes consiste en su «triple lectura» de la Biblia. Pero antes de ilustrar esta «lectura» conviene echar una mirada de conjunto a la producción literaria del alejandrino. San Jerónimo, en suEpístola 33, enumera los títulos de 320 libros y de 310 homilías de Orígenes. Por desgracia, la mayor parte de esta obra se ha perdido, pero incluso lo poco que queda de ella lo convierte en el autor más prolífico de los tres primeros siglos cristianos. Su radio de interés va de la exégesis al dogma, la filosofía, la apologética, la ascética y la mística. Es una visión fundamental y global de la vida cristiana.

El núcleo inspirador de esta obra es, como hemos dicho, la «triple lectura» de las Escrituras desarrollada por Orígenes en el arco de su vida. Con esta expresión aludimos a las tres modalidades más importantes —no son sucesivas entre sí; más bien, con frecuencia se superponen— con las que Orígenes se dedicó al estudio de las Escrituras. Ante todo leyó la Biblia con el deseo de buscar el texto más seguro y ofrecer su edición más fidedigna. Por ejemplo, el primer paso consiste en conocer realmente lo que está escrito y conocer lo que esta escritura quería decir inicialmente.

Orígenes realizó un gran estudio con este fin y redactó una edición de la Biblia con seis columnas paralelas, de izquierda a derecha, con el texto hebreo en caracteres hebreos —mantuvo también contactos con los rabinos para comprender bien el texto original hebraico de la Biblia—, después el texto hebraico transliterado en caracteres griegos y a continuación cuatro traducciones diferentes en lengua griega, que le permitían comparar las diversas posibilidades de traducción. De aquí el título de «Hexapla» («seis columnas») atribuido a esta gran sinopsis. Lo primero, por tanto, es conocer exactamente lo que está escrito, el texto como tal. En segundo lugar Orígenes leyó sistemáticamente la Biblia con sus célebres Comentarios, que reproducen fielmente las explicaciones que el maestro daba en sus clases, tanto en Alejandría como en Cesarea. Orígenes avanza casi versículo a versículo, de forma minuciosa, amplia y profunda, con notas de carácter filológico y doctrinal. Se esfuerza por conocer bien, con gran exactitud, lo que querían decir los autores sagrados.

Por último, incluso antes de su ordenación presbiteral, Orígenes se dedicó muchísimo a la predicación de la Biblia, adaptándose a un público muy heterogéneo. En cualquier caso, también en sus Homilías se percibe al maestro totalmente dedicado a la interpretación sistemática del pasaje bíblico analizado, fraccionado en los sucesivos versículos. En las Homilías Orígenes aprovecha también todas las ocasiones para recordar las diversas dimensiones del sentido de la sagrada Escritura, que ayudan o expresan un camino en el crecimiento de la fe:  la primera es el sentido «literal», el cual encierra profundidades que no se perciben en un primer momento; la segunda dimensión es el sentido «moral»:  qué debemos hacer para vivir la palabra; y, por último, el sentido «espiritual», o sea, la unidad de la Escritura, que en  todo  su desarrollo habla de Cristo. Es el Espíritu Santo quien nos hace entender el contenido cristológico y así la unidad de la Escritura en su diversidad.

Sería interesante mostrar esto. En mi libro Jesús de Nazaret he intentado señalar en la situación actual estas múltiples dimensiones de la Palabra, de la sagrada Escritura, que ante todo debe respetarse precisamente en el sentido histórico. Pero este sentido nos trasciende hacia Cristo, a la luz del Espíritu Santo, y nos muestra el camino, cómo vivir. Por ejemplo, eso se puede percibir en la novena Homilía sobre los Números, en la que Orígenes compara la Escritura con las nueces:  «La doctrina de la Ley y de los Profetas, en la escuela de Cristo, es así —afirma Orígenes en su homilía—:  la letra, que es como la corteza, es amarga; luego, está la cáscara, que es la doctrina moral; en tercer lugar se encuentra el sentido de los misterios, del que se alimentan las almas de los santos en la vida presente y en la futura» (Hom. Num. IX, 7).

Sobre todo por este camino Orígenes llega a promover eficazmente la «lectura cristiana» del Antiguo Testamento, rebatiendo brillantemente las teorías de los herejes —sobre todo gnósticos y marcionitas— que oponían entre sí los dos Testamentos, rechazando el Antiguo. Al respecto, en la misma Homilía sobre los Números, el Alejandrino afirma:  «Yo no llamo a la Ley un «Antiguo Testamento», si la comprendo en el Espíritu. La Ley es «Antiguo Testamento» sólo para quienes quieren comprenderla carnalmente», es decir, quedándose en la letra del texto. Pero «para nosotros, que la comprendemos y la aplicamos en el Espíritu y en el sentido del Evangelio, la Ley es siempre nueva, y los dos Testamentos son para nosotros un nuevo Testamento, no a causa de la fecha temporal, sino de la novedad del sentido… En cambio, para el pecador y para quienes no respetan el pacto de la caridad, también los Evangelios envejecen» (Hom. Num. IX, 4).

Os invito —y así concluyo— a acoger en vuestro corazón la enseñanza de este gran maestro en la fe, el cual nos recuerda con entusiasmo que, en la lectura orante de la Escritura y en el compromiso coherente de la vida, la Iglesia siempre se renueva y rejuvenece. La palabra de Dios, que ni envejece ni se agota nunca, es medio privilegiado para ese fin. En efecto, la palabra de Dios, por obra del Espíritu Santo, nos guía continuamente a la verdad completa (cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el congreso internacional con motivo del XL aniversario de la constitución dogmática «Dei Verbum»:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de septiembre de 2005, p. 3). Pidamos al Señor que nos dé hoy pensadores, teólogos y exégetas que perciban estas múltiples dimensiones, esta actualidad permanente de la sagrada Escritura, su novedad para hoy.

Leer desde Vatican.va: http://ow.ly/tvZeT

Ver: Enlace sobre los Padres Alejandrinos: http://ow.ly/tvXiF de mercaba.org.

También se puede consultar sobre la patrística en general: http://padresdelaiglesia.blogspot.mx/

Éxito:

Prof. Dr. Ricardo Marcelino Rivas García

philosophica@hotmail.com

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Alocución de Benedicto XVI dedicada a San Justino Mártir

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CIUDAD DEL VATICANO,  (ZENIT.org).- Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles 20 marzo 2007, dedicada a presentar la figura de san Justino, filósofo y mártir, nacido en torno al año 100.

[http://www.zenit.org/es/articles/benedicto-xvi-presenta-a-san-justino-filosofo-y-martir]

Queridos hermanos y hermanas:

En estas catequesis estamos reflexionando sobre las grandes figuras de la Iglesia naciente. Hoy hablamos de san Justino, filósofo y mártir, el más importante de los padres apologistas del siglo II. La palabra «apologista» hace referencia a esos antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adaptada a la cultura de su tiempo. De este modo, entre los apologistas se da una doble inquietud: la propiamente apologética, defender el cristianismo naciente («apologhía» en griego significa precisamente «defensa»); y la de proposición, «misionera», que busca exponer los contenidos de la fe en un lenguaje y con categorías de pensamiento comprensibles a los contemporáneos.

Justino había nacido en torno al año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; buscó durante mucho tiempo la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su «Diálogo con Trifón», misterioso personaje, un anciano con el que se había encontrado en la playa del mar, primero entró en crisis, al demostrarle la incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le indicó en los antiguos profetas las personas a las que tenía que dirigirse para encontrar el camino de Dios y la «verdadera filosofía». Al despedirse, el anciano le exhortó a la oración para que se le abrieran las puertas de la luz. 

La narración simboliza el episodio crucial de la vida de Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, considerada como la verdadera filosofía. En ella, de hecho, había encontrado la verdad y por tanto el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y fue decapitado en torno al año 165, bajo el reino de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien Justino había dirigido su «Apología».

Las dos «Apologías» y el «Diálogo con el judío Trifón» son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, Justino pretende ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el «Logos», es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Cada hombre, como criatura racional, participa del «Logos», lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la verdad. De esta manera, el mismo «Logos», que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó parcialmente, como con «semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora, concluye Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del «Logos» en su totalidad, «todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos» (Segunda Apología 13,4). De este modo, Justino, si bien reprochaba a la filosofía griega sus contradicciones, orienta con decisión hacia el «Logos» cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular «pretensión» de vedad y de universalidad de la religión cristiana. 

Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo al igual que una figura se orienta hacia la realidad que significa, la filosofía griega tiende a su vez a Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse con el todo. Y dice que estas dos realidades, el Antiguo Testamento y la filosofía griega son como dos caminos que guían a Cristo, al «Logos». Por este motivo la filosofía griega no puede oponerse a la verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir a ella con confianza, como si se tratara de un propio bien. Por este motivo, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, definió a Justino como «un pionero del encuentro positivo con el pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un cauto discernimiento»: pues Justino, «conservando después de la conversión una gran estima por la filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que en el cristianismo había encontrado “la única filosofía segura y provechosa” («Diálogo con Trifón» 8,1)» («Fides et ratio», 38).

En su conjunto, la figura y la obra de Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, en lugar de la religión de los paganos. Con la religión pagana, de hecho, los primeros cristianos rechazaron acérrimamente todo compromiso. La consideraban como una idolatría, hasta el punto de correr el riesgo de ser acusados de «impiedad» y de «ateísmo». En particular, Justino, especialmente en su «Primera Apología», hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, por considerarlos como «desorientaciones» diabólicas en el camino de la verdad. 

La filosofía representó, sin embargo, el área privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo y cristianismo, precisamente a nivel de la crítica a la religión pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra filosofía…»: con estas palabras explícitas llegó a definir la nueva religión otro apologista contemporáneo a Justino, el obispo Melitón de Sardes («Historia Eclesiástica», 4, 26, 7).

De hecho, la religión pagana no seguía los caminos del «Logos», sino que se empeñaba en seguir los del mito, a pesar de que éste era reconocido por la filosofía griega como carente de consistencia en la verdad. Por este motivo, el ocaso de la religión pagana era inevitable: era la lógica consecuencia del alejamiento de la religión de la verdad del ser, reducida a un conjunto artificial de ceremonias, convenciones y costumbres. 

Justino, y con él otros apologistas, firmaron la toma de posición clara de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de Justino, Tertuliano definió la misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que siempre es válida: «Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit – Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre» («De virgin. vel». 1,1). 

En este sentido, hay que tener en cuenta que el término «consuetudo», que utiliza Tertuliano para hacer referencia a la religión pagana, puede ser traducido en los idiomas modernos con las expresiones «moda cultural», «moda del momento».

En una edad como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión –así como en el diálogo interreligioso–, esta es una lección que no hay que olvidar. Con este objetivo, y así concluyo, os vuelvo a presentar las últimas palabras del misterioso anciano, que se encontró con el filósofo Justino a orilla del mar: «Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden la comprensión» («Diálogo con Trifón» 7,3).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia el Papa saludó a los peregrinos en diferentes idiomas. En español, dijo:]

Queridos hermanos y hermanas:                                    

San Justino, filósofo y mártir, es el más importante entre los Padres apologistas del siglo segundo. Nació en torno al año 100. Fundó una escuela en Roma, donde gratuitamente iniciaba a los alumnos en la nueva religión. Denunciado por este motivo, fue decapitado bajo el reinado de Marco Aurelio.

La palabra «apologista» designa a los antiguos escritores cristianos que se proponían defender el cristianismo naciente de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana exponiendo los contenidos de la fe en un lenguaje comprensible.

En las obras que conservamos, las dos «Apologías» y el «Diálogo con Trifón», ilustra ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se cumple en Jesucristo, el Logos, el Verbo de Dios, del que participa todo hombre, como creatura racional. Su primera Apología es una crítica implacable a la religión pagana y a los mitos de entonces.

Saludo cordialmente a los peregrinos de venidos de España y de América Latina, especialmente a las Religiosas del Sagrado Corazón, a los miembros del Colegio de Titulados Mercantiles de Madrid, a los de la Consejería de Educación de la Junta de Galicia, así como a los fieles de Cádiz, Melilla, Alcoy, Sabadell y Getafe. En nuestra época, marcada por el relativismo en el debate sobre los valores, la religión y también en el diálogo interreligioso, recordemos esta enseñanza de san Justino. Pidamos, pues, a Dios que ilumine nuestra mente para que comprendamos el gran don de la salvación y de la verdad recibidas por Cristo.

© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]

(21 de marzo de 2007) © Innovative Media Inc.

Primitiva Escolástica (el problema de los universales)

V. PRIMITIVA ESCOLÁSTICA

Abelardo y Eloísa

5.1. Dialécticos y antidialécticos

A mediados del siglo XI el panorama cultural mejora. Todavía el florecimiento de los estudios quedaba reducido al trivio con el predominio de la gramática, aunque por ese tiempo empieza a cultivarse la dialéctica, representada por la lógica vetus (Isagogé, Categorías, Tópicos de Cicerón y una Dialéctica atribuida a San Agustín). El cuadrivio, reducido a música y aritmética, solamente se empleaba en cuanto servía para el cómputo de las fiestas y el canto litúrgico.

En el siglo XI, las controversias sobre la Eucaristía (Berengario de Tours) y sobre la Trinidad (Roscelino, San Anselmo), así como las discusiones sobre el poder de los papas y los reyes, y la lucha de las investiduras, en la cual “se maneja tanto la pluma como la espada”, obligan a afinar los procedimientos de discusión. Desde Alcuino había ido in crescendo la importancia atribuida a la dialéctica. Escoto Eriúgena la tenía en muy alta estima. Heriger de Lobbes la consideraba como un don del cielo. En San Gall se redactaron manuales de dialéctica en verso. En el siglo X la habían utilizado ya Gerberto, Wolfango de Ratisbona, Adalberón de Laón, Adalberón de Metz, Odoardo de Orleáns, y el abad de Gorze había aplicado las categorías aristotélicas para explicar un pasaje de san Agustín sobre la Trinidad. Nada tenía esto de malo, sino todo lo contrario. Sin embargo, los abusos del método dialéctico, en que se ponen en conflicto la “ratio” y la “auctoritas”, y las exageraciones de su aplicación al dogma, que dio origen a disparates y hasta verdaderas herejías, como en el caso de Berengario, provocaron una reacción tal vez excesivamente violenta.

La aplicación exagerada de la dialéctica al dogma le llevó a una interpretación alegórica, simbólica y falsamente espiritualista de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Las exageraciones de Berengario, por ejemplo, llegaron a hasta la herejía, provocaron una reacción en que otros se colocan en el extremo opuesto, repudiando por completo todo estudio profano para dar lugar tan sólo a la ciecia sagrada. Casi consideran como sacrilegio mezclar la dialéctica profana en la explicación del cristianismo: “Es el colmo de la locura disputar con las siervas sobre Aquel a quien conviene alabar ante los ángeles, los discípulos de Cristo no necesitan doctrinas extrañas”.

5.2. Controversia de los Universales

El problema de los universales ha sido considerado como la cuestión típica que hizo despertarse el ingenio filosófico den la Edad Media desde el siglo X, en que aparece, hasta el XII, en que encuentra vías de solución. Constituye el problema crucial, en el cual convergen las cuestiones fundamentales de la ontología, la lógica, la cosmología y la psicología. Solamente un concepto exacto del ser, de la realidad, del constitutivo intrínseco de las esencias de las cosas corpóreas o incorpóreas y del funcionamiento de nuestras facultades cognoscitivas hasta llegar a la elaboración de los conceptos, puede conducir a un planteo claro un preciso de la cuestión y a una solución satisfactoria. De hecho, en su desarrollo histórico intervienen todos esos aspectos y factores: lógico, ontológico, cosmológico y psicológico; y de la variedad de actitudes adoptadas ante ellos depende la diversidad de soluciones propuestas.

El problema, en sus múltiples aspectos, es, explícita o implícitamente, uno de los fundamentales con que se enfrentó desde sus comienzos la filosofía griega, bajo las modalidades de su aplicación al problema del ser y del saber, de la realidad y de la ciencia. Ambas cosas aparecen ya planteadas y relacionadas entre sí en Parménides y Heráclito quienes con sus soluciones van a determinar las antítesis que regirán el rumbo de la filosofía en la antigüedad, entrampándola en un callejón sin salida[1]: ser estático y ser dinámico; lo móvil y lo inmóvil; lo uno y lo múltiple; la realidad y la apariencia; los sentidos y la razón. Del conocimiento científico, vía la inteligencia sola, que proporcionaba verdadero conocimiento, quedan excluidas todas las realidades particulares y móviles del mundo físico, reducidas ontológicamente a puras apariencias. No podía darse ciencia de los seres móviles y múltiples y contingentes del mundo físico.

Sócrates da la verdadera clave del problema, aunque la restringe al campo de la moral: no puede darse ciencia de realidades contingentes y mudables, pero de muchas cosas contingentes semejantes puede el entendimiento abstraer conceptos que expresen lo que en ellas hay de permanente y de común, prescindiendo de lo que tiene de diferente. Se trataba de un procedimiento inductivo, en el cual iba implícita una verdadera abstracción, y que bastaba generalizarlo para hallar la solución al problema de la ciencia. Pero Sócrates no se detiene en el proceso para la formación de dichos conceptos universales.

Platón, que en sus primeros Diálogos practicó el procedimiento socrático, que pronto abandonó para concentrarse en su teoría de las ideas, que desde el punto de vista ontológico y epistemológico le sirve para defenderse del relativismo de los sofistas.

Los sofistas, a diferencia de los filósofos presocráticos, preocupados por buscar un principio estable y permanente debajo de las mutaciones incesantes de las cosas, se fijan más bien en la impermanencia y la pluralidad de las cosas. Nada hay fijo ni estable. Todo se muda y todo cambia. Las esencias de las cosas son variables y contingentes. Al poner en el centro de la reflexión al hombre concreto, singular, llegan a admitir que no existe verdad objetiva para todos, sino de acuerdo a cada sujeto. Las cosas son como a cada uno le aparecen. Por tanto, “el hombre es la medida de todas las cosas”. Esto lleva a plantear con caracteres agudos el problema crítico del valor de nuestro conocimiento, adoptando una actitud negativa: No podemos conocer nada con certeza. El conocimiento se reduce a la mera percepción sensible. De su aparente actitud antidogmática y su concepción de les esencias de las cosas como variables, se derivará la conclusión que el único mundo real es el fenoménico. Consecuencia de todo ello, los sofistas terminan cayendo en un indiferentismo moral y religioso: si las cosas son como a cada uno le aparecen, no hay cosas buenas ni malas en sí mismas, pues no existe una norma trascendente de conducta. La moral es fruto de una mera convención. ponen en duda la existencia de patrones absolutos de conducta y, en algunos casos, se cuestiona la moralidad de la esclavitud. En religión, profesaban una actitud escéptica, por los que llegaban con frecuencia al ateísmo o agnosticismo, o por lo menos al indiferentismo.[2]

El error de los sofistas, que les conduce al relativismo y al escepticismo (ejemplificados por Protágoras, a quien Platón critica en el Teeteto, 151e-183c), estriba en confundir saber y percepción. Pero esta confusión nos mantiene encadenados en el fondo de una caverna. Las cosas sensibles, cambiantes y diversas (como las sombras imprecisas del fondo de la caverna que destacan sobre un fondo débilmente iluminado por una vacilante luz del fuego que las proyecta) son solamente sombras e imágenes imperfectas de unas realidades de orden superior, inmutables y eternas. Ya en el Menón nos dice Platón que el mundo sensible es una mera copia del mundo de las ideas que podemos conocer por el intelecto. Las abejas de un enjambre, tomadas individualmente y desde la información que nos suministran los sentidos, son todas diferentes pero, en cuanto que son «abejas», desde el punto de vista de la esencia, son todas iguales: «no difieren las unas de las otras en tanto que son abejas» (Menón, 73b).

El fundamento ontológico de su epistemología lleva a Platón al realismo exagerado o ultrarrealismo, ya que las ideas o formas, existen realmente fuera de nuestro entendimiento y hasta de nuestro mundo, en uno propio, especial y exclusivo para ellas. O mejor quizá, el ansia de realismo condujo a Platón a un idealismo en que atribuye realidad objetiva a los conceptos  universales elaborados por la mente, convirtiéndolos en entidades subsistentes, trascendentes, colocadas en un mundo superior.

Las cosas particulares del mundo sensible están compuestas de dos elementos: uno la materia, indiferenciada, amorfa y común a todas las cosas; y otro la forma, que es una participación, una imitación o un reflejo de las ideas, introducido en la materia. Así, la forma es lo que propiamente constituye la esencia de las cosas. En este hilemorfismo platónico se apoyará una primera teoría de la abstracción: si queremos conocer lo que hay en las cosas de esencial, de fijo, de estable, de eterno, de formal, bastará con suprimir, abstraer o despojar a las cosas de lo que tienen de material. Bastará con abstraer de la materia para que en las cosas aparezca su forma pura, lo esencial y universal, la idea. De este modo se eleva en el plano de la realidad y de la ciencia.[3]

El neoplatonismo no es una prolongación auténtica de las doctrinas de Platón, pues fue alterado desde sus primeros discípulos y aun más con Filos y el platonismo medio. Plotino coincide con Platón en su anhelo ético. La antropología plotiniana presenta al hombre constituido por la participación  de las tres hipóstasis árquicas –el Uno, el Entendimiento y el Alma‑ comunicadas a la materia. Y el problema ético que se plantea al hombre consiste en elevarse hasta la Unidad, despojándose o desprendiéndose de todas las diferencias que lo diversifican y separan del Uno. Es un problema, no de abstracción, sino de ascetismo, de separación, de desprendimiento ascendente, en que habrá que separar primero la materia, después la forma sensitiva, luego la racional y finalmente la intelectiva. A mayor desprendimiento de la materia, más grado de purificación y de elevación, y, por tanto, de conocimiento, hasta llegar al éxtasis y a la identificación con el Uno, perdiendo la conciencia de la individualidad.[4]

El auténtico neoplatonismo fue casi desconocido en la Edad Media. San Agustín acoge favorablemente muchos elementos, pero hace sufrir a su esquema general una profunda transformación, lo presenta cristianizado. Sustituye el Uno por Dios, y coloca el Logos o el Nous como Verbo consustancial al Padre, y el mundo de las ideas como razones eternas ejemplares existentes en la mente divina. Pero no logra resolver el problema de la ciencia, su anhelo se centra en pasar de lo sensible a lo suprasensible, de lo móvil a lo inmutable, de lo temporal a lo eterno, de las criaturas a Dios, con un profundo sentido religioso: «seguir a los platónicos lo más lejos que permitía la fe católica»[5]. No obstante, la modificación que hace sufrir al esquema neoplatónico en sentido ejemplarista tendrá amplias repercusiones en el concepto exageradamente realista de los universales, tal como lo hallaremos en los siglos XI y XII.

A la influencia de San Agustín se suma la de Severino Boecio, el gran maestro de lógica en la naciente Edad Media, que formado en círculos neoplatónicos de Atenas, asimila el aristotelismo con fuertes dosis de estoicismo, conformando un eclecticismo enciclopédico orientado hacia una síntesis con la fe cristiana.[6] Boecio no representa un aristotelismo puro, utiliza el concepto de abstracción pero ésta tiene un sentido neoplatónico, concibiéndola como el progresivo desprendimiento de la materia. A mayor desprendimiento de la materia, más elevación en el conocimiento y, por lo tanto en la ciencia. Tiene el mismo sentido platónico y neoplatónico de abstracción formal o progresivo desprendimiento de la forma respecto de la materia.

Será hasta la lectura directa de Aristóteles cuando se elabore una respuesta realista “moderada” al problema de los universales. El estagirita afirma la existencia de tres realidades o tipos de substancias[7], a saber: substancias terrenas, que comprenden los seres no-vivos, los vegetativos, los sensitivos y finalmente los racionales, como el hombre. Por encima de estos, se encuentran las substancias celestes, esto es, los astros que tiene materia y forma más perfecta y pertenecen a un orden superior. Por último, la substancia divina, forma pura, que será objeto de la ciencia más alta, la teología, que Aristóteles no terminó por esbozar[8]. Sin embargo, dicho esquema de la realidad rompe con el andamiaje ontológico planteado por Platón; los objetos de ciencia no habrá que buscarlos en un orden ontológico trascendente más allá del mundo sensible, sino en las cosas mismas, cuya esencia no es solamente su forma sino también su materia, y no se puede prescindir de ninguna de ellas sin destruirla.

A diferencia de Platón, Aristóteles elabora una teoría del conocimiento que tiene dimensiones psicológicas. Distingue dos órdenes del conocimiento: sensitivo e intelectivo. El primero es la fuente de todos nuestros conocimientos y se caracteriza por su particularidad. Es verdadero pero no científico, pues está sujeto a la singularidad y movilidad de las cosas y porque no distingue lo substancial de lo accidental. El conocimiento científico requiere fijeza, estabilidad y necesidad y sólo puede llegar a constituir ciencia el conocimiento intelectivo, capaz de producir conceptos universales. Sin embargo, sin los sentidos no puede haber conocimiento directo de las cosas y por lo tanto tampoco puede haber conceptos. «Nada hay en el entendimiento que no haya pasado primero por los sentidos». La inteligencia no puede elaborar conceptos universales sin la estrecha colaboración y dependencia del material que l proporcionan los sentidos. Los sentidos perciben lo que en el objeto hay de particular y de móvil, se detienen en la percepción de los accidentes. Mientras que el entendimiento capta lo que hay de común y de permanente, penetra hasta conocer la esencia. El instrumento para esto es la abstracción, la cual no puede alterar la esencia de los objetos, sino representárselos tal como son, aunque no en su peculiaridad sino en universal. Si el concepto universal expresa la esencia de las cosas corpóreas, el entendimiento no puede prescindir de los dos co-principios que constituyen su esencia, materia y forma, puesto que falsaria su representación o destruiría la esencia. En suma, el concepto es la representación de un todo abstracto, correspondiente a otro todo individual y concreto. Aunque no es necesario que el concepto universal sea abstraído de una pluralidad de individuos semejantes, un solo individuo basta para que el entendimiento pueda ejercer sobre él su labor abstractiva, percibiendo su esencia permanente y prescindiendo de lo que hay de mudable en su particularidad concreta. El concepto universal representa a todos y a cada uno de los individuos y es aplicable unívocamente a toso y a cada uno de ellos, pero no en lo que los distingue en su particularidad, sino en lo que todos coinciden en la totalidad.

Los conceptos universales los podemos considerar en sí mismos, en su aspecto ontológico, en cuanto realidades que se hallan en la inteligencia o como productos vitales elaborados por la actividad abstractiva. También podemos considerarlos como predicados lógicos, que expresan un todo abstracto, con extensión universal. Las palabras son signos representativos de los conceptos y de las cosas, y por lo tanto son también verdaderos universales, puesto que una misma palabra se aplica para designar a una multitud de individuos diferentes.

El problema que reciben los medievales se encontraba desastrosamente planteado y embrollado por el neoplatónico Porfirio y del neoplatonizante Boecio. La cuestión aparece planteada en varios sentidos: los universales 1) Subsisten como substancias separadas (platonismo). 2) No subsisten como substancias separadas; sólo son conceptos del entendimiento (aristotelismo, según Porfirio). 3) Subsisten fueras de las cosas y son corpóreos. 4) Subsisten fuera de las cosas y son incorpóreos. 5) Subsisten separados de las cosas sensibles. 6) Existen en las cosas sensibles.

 A) Subsisten como substancias               

1) Son substancias incorpóreas.

2) Son substancias corpóreas.

a) Separadas y fuera de las cosas sensibles:

b) No separadas. Existen en las cosas sensibles.

B) No subsisten como substancias, sino que son puros conceptos del entendimiento.

Los dos polos entre los cuales quedará oscilando la respuesta son: realismo y antirrealismo. Para unos los universales son cosas (res); para otros no son cosas, sino palabras (verba).

Ningún medieval concibe los universales como realidades separadas y subsistentes, ni menos aun como superiores a Dios, ni tampoco como realidades separadas, corpóreas ni incorpóreas. Pero algunos no se libran de incurrir en un realismo exagerado, en que combinan de extraña manera el ejemplarismo agustiniano y la tesis porfiriana que establece que existen en las cosas corpóreas; así existe la humanidad o la naturaleza humana participada por todos los individuos humanos.

Ante la proposición que los universales subsisten como substancias separadas, surge la posición que más que nominalismo podemos llamar verbalismo, porque se origina de la contraposición que hace Boecio entre res y verba. Es la que adopta Juan Roscelino (1050-1120), que, siendo el primero en abordar el tema, sostuvo la tesis de que los universales son sólo una «emisión de voz», acentuando que los predicables no son sino sonidos, (flatus vocis), nombres (fonemas), cuya solución, en oposición al realismo exagerado, no propone una teoría sobre la formación del universal y no concibe que las palabras son universales en cuanto signos de los conceptos abstraídos de las cosas, pues reduce los universales a puras palabras.[9]

Pedro Abelardo (1079-1142), discípulo primero de Roscelino y luego de Guillermo de Champeaux (1070-1122), se opuso tenazmente a la postura de realismo exagerado sostenida por este último. Para Abelardo, sólo existe lo individual, y sólo las palabras pueden ser universales; es el significado lo que les da universalidad. Él enfoca el problema de los universales desde el punto de vista de la lógica: los universales –géneros y especies‑ no son cosas ni están en las cosas, pero tampoco son puras palabras, sino sermones, nomina, es decir, predicaciones en sentido lógico. Pero soslaya la realidad ontológica del universal y no da razón de su formación por el entendimiento, según la solución aristotélica.

Más adelante aparecerá Guillermo de Ockham (1280-1349?), quien, como los nominalistas anteriores, sostedrá que no existe nada fuera de la mente que sea universal; todo lo que existe es individual. Para explicar el conocimiento, además de crear una nueva teoría del conocimiento intuitivo del singular, crea una teoría lingüística de los términos lógicos. Un término, un nombre, es una vox (voz), en el sentido de producto fonético, o un sermo, o vocabulum, emisión de voz con significado; éste convierte una vox en un sermo. El significado le llega a un término por la suppositio simplex: capacidad de un término para significar a muchos individuos concretos. La mente posee la capacidad natural de convertir en signo de muchos lo que ha sido conocido intuitivamente como un objeto particular. Así, lo universal es sólo mental y, en los individuos, nada hay de universal o común, de la misma manera que no hay «esencias». A un universal de la mente sólo le corresponde, por una parte un nombre y, por otra, una colección de individuos.

5.3. San Anselmo de Canterbury (o de Aosta), (1033-1109)

Anselm_of_Canterbury

El conflicto entre la dialéctica y la teología tenía que llegar a finales del siglo XI a un equilibrio en la obra de San Anselmo, cuyo pensamiento es uno de los más fuertes de la Edad Media. Originario de Aosta en 1033, siguió en el monasterio de Bec, en Normandía, las lecciones de Lanfranco de Pavía después de 1060; fue prior del monasterio en 1063, y después, abad en 1078. La mayor parte de sus obras son el resultado de las discusiones que él dirigía en el monasterio[10]: entre 1070 y 1078, compuso primeramente el Monologium, cuyo primitivo título era: Exemplum meditandi de ratione fidei, después, el Proslogium, que se intitulaba al principio Fides quaerens intellectum; en este período, pero después del Monologium, es cuando compuso sus cuatro diálogos: De Veritate, De Libero arbitrio, De Casu diaboli y De Grammatico. En 1093, fue nombrado arzobispo de Canterbury y murió en 1109; en 1098 compuso el Cur Deus Homo con su complemento, el De conceptu virginali.

La existencia de Dios creador y omnipotente, la conciliación de la libertad y de la gracia, la redención, tales son los temas, puramente teológicos, de esas obras, en las que, como lo indican los títulos dados al principio a sus más importantes tratados, tiene la ambición de demostrar por la razón aseveraciones que previamente le son dadas como verdaderas por la fe; el razonamiento no añade nada a su absoluta certeza. No sería necesario tener en cuenta la razón, abandonada a sí misma, para hacernos llegar a la certidumbre en semejantes temas; como había dicho uno de los adversarios de Berenguer, Durando de Troarn, la razón, si no está sostenida por la revelación, no alcanza más que lo verosímil.

San Anselmo jamás ha aplicado esa razón a otra materia más que a la teología, y no parece creer que tenga otro uso más que la meditación de la fe; manteniéndose como puro teólogo, parece que nunca se pregunta si la razón tiene una esfera independiente del de la fe. Así, si se quiere comprender, por el empleo que hace de la palabra, lo que es para él la ratio, se verá que consiste sobre todo en las reglas de la dialéctica: el rationis robur inflexibile se refiere, por ejemplo, a una demostración en forma de la identidad del Verbo con el Ser Supremo; hay que ver en el De Grammatico ejercicios preliminares mediante los cuales daba flexibilidad a la mente de sus discípulos: se pregunta en qué categoría hay que hacer entrar tal término; se insiste en la necesidad, para saber si un silogismo es correcto o no, de considerar no sólo la forma verbal de los términos, sino su sentido (por ejemplo, cuando un término está empleado en dos sentidos). ¿Se reduce la ratio, sin embargo, a la forma silogística? Parece que en Anselmo ha conservado algo del carácter semiintuitivo que tenía en Plotino y en San Agustín; la ciencia humana, según él, capta por lo menos las imágenes y las semejanzas de las cosas tal como están en el Verbo divino[11]; es decir: esencias cuya ciencia sería la ciencia absoluta y completa; para Anselmo, como para San Agustín, el acto por el cual reconocemos en nosotros mismos la figura de la Trinidad es un acto de ratio.

Si se tiene en cuenta este segundo sentido de la palabra razón, podemos explicarnos la importancia que San Anselmo ha atribuido en teología a un empleo de la razón que por sí solo no nos conduciría más que a apariencias y que ni siquiera sirve para comprobar conclusiones que la fe establece por sí misma con una certidumbre que no puede ser sobrepasada[12]. En efecto, a la fe, que conoce las cosas divinas ex auditu, se opone la contemplación (species) por la cual se las ve a ellas mismas; pero esa visión está reservada a los elegidos; ahora bien, entre la fe y la visión se encuentra el intellectus, la inteligencia de las verdades de la fe como una etapa intermedia. Esa etapa es la que es alcanzada por la ratio[13]; de este modo, la investigación racional se convierte no en la satisfacción de un vano orgullo humano, sino en un grado en la vida de la salvación y como una preparación para la beatitud.

Se comprende entonces por qué la investigación racional supone la fe; toda la doctrina de San Anselmo es un comentario de la sentencia de Isaías (7, 9): «nisi credideritis, non intelligetis«, tan frecuentemente citado por Juan Escoto y por el mismo Anselmo, que de ella ha sacado la célebre fórmula: fides quaerens intellectum. La fe está en la investigación de la visión completa y llega por lo menos a ese esbozo de visión que es el intelecto. San Anselmo está muy lejos de lo que más tarde se llamó la teología racional; no pide «que se llegue a la fe por la razón, sino que se complazca en la inteligencia y en la contemplación de lo que se cree y que se esté dispuesto, en lo posible, a dar satisfacción a todo hombre que pregunte por la esperanza que hay en nosotros»[14]. El deleite intelectual se mezcla con la utilidad práctica; hay que contestar a las objeciones de los infieles, aunque, en cuanto a éstos, se trate menos de convencerlos que de mostrarles que la fe cristiana no repugna a la razón. Esa meditación intelectual de la fe es para todos, para los iletrados (illiterati) lo mismo que para los letrados; no debe emplear más que argumentos sencillos y comprendidos por todos; el mismo Anselmo hace un esfuerzo incesante hacia la claridad cuando pasa de la multitud de los argumentos del Monologium, cuyo encadenamiento es difícil de comprender, a la prueba única y simple del Proslogium.[15] Pero en ningún caso el razonamiento precede a la fe: «No trato de comprender para creer; creo para comprender»[16]. Añadamos que esa inteligencia, no menos que esa fe, es un don de Dios: «Domine, qui das fidei intellectum…», dice en el capítulo II del Proslogium, y al final del capítulo IV insiste: «Lo que al principio he creído gracias a vuestro don, ahora lo comprendo gracias a vuestra luz» (te illuminante). Se ve cuán absurdo es creer que la razón puede oponerse jamás a la fe, y Anselmo da acerca de este punto las dos reglas siguientes: «Si se saca una conclusión por un razonamiento evidente y si no hay ninguna contradicción por parte de la Escritura, por eso mismo esa conclusión es recibida por su autoridad. Pero si la Escritura repugna a esa evidencia, aunque nuestro razonamiento nos parezca imposible de combatir, no hay que creer, sin embargo, que ese razonamiento se apoya en la verdad»[17]. De este modo, la Sagrada Escritura es la autoridad en la cual se apoyan todas las verdades de razón, tanto si las afirma como si no las niega.

Esa meditación es infinita, y San Anselmo no se representa de ningún modo la teología intelectual en forma de un sistema cerrado; los Apóstoles y los Padres han dejado mucho por decir: es que «la doctrina de verdad es tan amplia y tan profunda que no puede ser agotada por los mortales»[18].

A pesar de todas las precauciones que toma San Anselmo, es dudoso que el dogma revelado se acomode siempre a la interpretación racional que de él da: por ejemplo, en el Cur Deus Homo quiere mostrar la necesidad de la Encarnación; aunque no se supiese históricamente nada de Cristo, la razón debería reconocer que los hombres no pueden ser felices más que si un Hombre-Dios aparece y muere por ellos y que Dios no hubiera podido salvarnos por otra persona o por una decisión voluntaria: cuál es el carácter de esa necesidad y qué es lo que ella debe ser para ser compatible con la soberana libertad de Dios y con el carácter fundamentalmente histórico de las decisiones divinas, es lo que Anselmo no ha demostrado, y sin duda ahí está la fisura que, en el siglo xiv, causará la ruina del edificio escolástico que él fundó verdaderamente. Parece que la concepción de Anselmo de la tríada fides‑intellectus‑contemplatio, que, por San Agustín, se remonta al platonismo[19], no puede acomodarse a no ser con una doctrina que, como el plotinismo, permite, en la ascensión del conocimiento, una absorción del inferior en el superior y no deja lugar a ninguna historia verdadera.

Esos preliminares eran indispensables para comprender el alcance de la doctrina. El Monologium es un conjunto de reflexiones sobre la esencia de Dios, que es al mismo tiempo una demostración de su existencia. Todo el tratado descansa sobre un adagio de metafísica platónica que puede expresarse así: dondequiera que hay una multitud de términos de la misma propiedad, diferentes del más al menos, hay una naturaleza única que posee esa propiedad por sí misma. Al afirmar así, por encima de las cosas buenas, la existencia del Bien, San Anselmo muestra que ese Bien es un ser único, creador, que posee un Verbo, simple y eterno. Asimismo, en el De Veritate, pasa de las proposiciones verdaderas a la Verdad suprema.

Se comprende mejor la famosa prueba de la existencia de Dios del Proslogium, la prueba que ha sido llamada ontológica y en la cual el siglo XVII, según Descartes, ha visto una pieza importante de la «teología natural», cuando se ve la atmósfera en la cual ha nacido. Va precedida por una plegaria que termina de este modo: «Por consiguiente, Señor, que das la inteligencia a la fe, concédeme comprender que eres tal como nosotros lo creemos, y que eres el que nosotros creemos». ¿Cuál es esta creencia? «Creemos (credimus) que eres tal que nada más grande puede ser pensado». Esa definición de fe es aceptada por el insipiens, el que dice en los Salmos (XIII, 1): Dios no está (Dios no existe). Ahora bien, ¿le está permitido dar, como lo hace, ese significado a la palabra Dios y decir que no existe? «Al menos el insipiens cuando oye lo que yo digo: un ser tal que no se puede pensar otro más grande, comprende lo que oye, y lo que comprende está en su intelecto, incluso si no comprende que existe; pues una cosa es tener una realidad en el intelecto y otra es comprender que ella exista»; así es cómo el pintor posee en idea el retrato que tiene que hacer, siendo así que todavía no existe; y de ese mismo modo es cómo el insipiens cree que se puede tener a Dios en el pensamiento sin que exista. Pero el caso no es el mismo: «El ser tal que nada más grande puede ser pensado no puede existir solamente en el intelecto. Si, en efecto, existe solamente en el intelecto, se puede pensar que también existe en realidad, lo cual es más. Por consiguiente, si el ser tal que nada más grande puede ser pensado existe sólo en el intelecto, el ser tal que nada más grande puede ser pensado es tal que algo más grande puede ser pensado: pero esto no es posible; por consiguiente, es indudable que el ser tal que nada más grande puede ser pensado existe en el intelecto y en la realidad.» De este modo Dios tiene el ser verdadero (vere est), y no se puede pensar que no existe una vez que por la fe (credimus) se ha admitido que Dios es, por definición, el ser soberanamente grande. [20]

En efecto, hay dos interpretaciones posibles de la célebre prueba, pero sólo la segunda de ellas está de acuerdo con el texto de Anselmo tomado íntegramente. La primera, la más generalmente aceptada, consiste en hacer de la fórmula: «ser tal que nada más grande puede ser pensado», una definición arbitraria de la palabra Dios, que debe ser aceptada indiferentemente por todos; la segunda, por el contrario, muestra que esa fórmula pertenece a la fe y no puede ser expresada más que por un hombre de fe. El insipiens no es de ningún modo un racionalista, es un hombre que, creyendo en la existencia del ser soberanamente grande, no comprende esa existencia; y la significación propia del argumento de San Anselmo es hacerle ver que basta meditar sobre ese ser, tenerlo en el pensamiento para estar seguro de que existe efectivamente. Decir que en esto no hay de ningún modo una prueba de la existencia de Dios, es muy exagerado; pero es muy cierto que se trata de una especulación sobre ese ser verdadero, cuya no existencia es inconcebible cuando se medita sobre la existencia de ese ser; sin embargo, San Anselmo no dice sólo, como lo haría un platónico: el ser verdadero es un ser del cual, por definición, no se puede decir que no existe, sino que además quiere demostrar que existe semejante ser.

El insipiens ha contestado a Anselmo por boca de Gaunilón, un monje de la abadía de Marmoutiers, cerca de Tours. El fondo de la crítica de Gaunilón es, aunque no esté expresado, el principio aristotélico de que no se puede establecer la esencia de un ser antes de haber establecido su existencia, de modo que toda afirmación deducida de la existencia de Dios (y especialmente esta afirmación: Él existe) supone su existencia previamente establecida. Anselmo deduce del esse in intellectu el esse in re; de este modo, ha pasado sobre la dificultad principal, que consiste en establecer el esse in intellectu; ha creído equivocadamente que bastaba pensar en Dios para poder afirmar que existe en el intelecto, es decir, que tiene una esencia; pero, siguiendo ese procedimiento, una ficción cualquiera poseería igualmente una esencia. Es decir que, si la existencia de Dios no puede ser comprobada, la misma no puede ser jamás otra cosa que un objeto de fe; esto es alcanzar, en su principio, el mismo método de San Anselmo; ya veremos cómo Santo Tomás, que reconocía con Gaunilon el defecto de la prueba de San Anselmo, ha podido, sin embargo, salvar un método del cual aceptaba todos los principios.

5.4. Pedro Abelardo (Pierre Abailard) (1079-1142)

Recordemos que el problema de la realidad de los universales se plantea en la Isagoge de Porfirio, es decir, en el tratado de introducción a la dialéctica, y que, por otra parte, según San Anselmo, la solución dada a ese problema compromete ya al teólogo, puesto que el nominalismo equivale a la imposibilidad declarada de concebir la Trinidad. Por consiguiente, importa comprender bien la dialéctica de Abelardo para darse cuenta de su teología. Pedro Abelardo (Peripateticus palatinus), nacido en 1079, principió por enseñar la dialéctica en Melun, en Corbeil y en París; en 1113, después de un vano intento en Laon, enseñó teología en la escuela catedral de París; después de su aventura con Eloísa, se refugió en Saint-Denis, más tarde enseñó en Nogent-surSeine, en el «Paracleto», primero, en 1121, después, en 1129; reanudó sus lecciones en la montaña de Santa Genoveva de 1136 a 1140 y murió en 1142. La Dialéctica es, sin duda, por otra parte, uno de los primeros libros que escribió (antes de 1121), y sus enemigos le han reprochado a menudo haber ingresado como un intruso en la teología.

En cuanto al problema de los universales, Abelardo adopta una posición crítica respecto a dos de sus maestros, el nominalista Roscelin y el realista Guillermo de Champeaux. Conocemos ya a Roscelin. En cuanto a Guillermo de Champeaux, nueve años mayor que Abelardo (había nacido en 1070), fue, de 1113 a 1121, alto dignatario de la Iglesia, obispo de Chálons y amigo de San Bernardo; había sido discípulo de Anselmo de Laon y de Roscelin, después, maestro en la escuela episcopal de París, donde Abelardo fue oyente suyo, y más tarde, a partir de 1108, maestro de coro en esa abadía de San Víctor donde a partir de entonces se desarrolló un movimiento místico.

La doctrina de Guillermo nos es conocida por la tardía mención que de ella ha hecho Abelardo en su Historia Calamitatum. Los términos que emplea para definirla bastan para hacer ver que, lo mismo que San Anselmo, estuvo dirigido por la preocupación de la teología. Recordemos también que los universales, para los realistas lo mismo que para los nominalistas, designan únicamente los géneros y las especies de los seres naturales, es decir, las voces de Porfirio, y jamás los arquetipos que podrían estar en Dios. También existe acuerdo en cuanto a que, en el conocimiento, se comienza siempre por los individuos para pasar de ellos al género y a la especie; pero, según los realistas, y ahí empieza la diferencia, el orden por naturaleza no es el mismo que el del conocimiento; como dice un escrito anónimo y hostil al realismo, «según esa opinión muy antigua y ese error inveterado, cada término es anterior por naturaleza (naturaliter) al término inferior; es por naturaleza un sujeto para las formas (específicas) que, al producirse en él, conducen la naturaleza del género hasta las especies». Guillermo saca de ahí la conclusión: «La misma realidad se encuentra toda entera a la vez en cada uno de los individuos de una especie; no hay en éstos ninguna diversidad de esencia, sino que la variedad les llega sólo de la multitud de los accidentes». Lo importante es aquí el tota simul inesse; la ubicuidad de la esencia reproduce en cierto modo, en los límites de la especie, la ubicuidad del verdadero ser a través de toda la realidad, o la identidad de la substancia divina a través de las personas; según una exposición del realismo debida a Roberto Pully, «la especie es toda la substancia de los individuos, y se la encuentra, total y la misma, en cada uno de ellos; la especie es como la substancia de la cual los individuos son múltiples personas».() El realismo es un fruto del método agustiniano que busca, en la naturaleza, imágenes de la realidad divina. En su Dialéctica, Abelardo nos cuenta que, comentando el capítulo de las Categorías sobre la cantidad continua, su maestro Guillermo llamaba al punto una natura specialis y a la línea, un individuo compuesto; hacía de la línea un agregado de puntos, que no tenía más substancia que un pueblo o un rebaño, y del punto, que se encontraba en todas partes, en cualquier lugar que se cortase la línea, la esencia de la línea, lo mismo que el número no es más que un agregado de unidades; adviértase aquí también que la individualidad de la línea viene de un accidente, la composición.

Es cierto que, bajo la influencia de las críticas de su discípulo, Guillermo habría modificado su tesis; habría abandonado esa ubicuidad de la esencia específica, que, al principio del Parménides, constituía el objeto de las críticas de Parménides a Sócrates: la humanidad de Pedro es la misma que la de Pablo, non essentialiter, sed indifferenter; es decir: que si pueden contarse tantas humanidades como hombres, si por consiguiente se puede prescindir de la extraña hipótesis de la ubicuidad de una sola esencia, la humanidad, como tal, en Pedro y en Pablo, no ofrece ninguna diferencia al pensamiento. ¿Será obligado por la dialéctica de Abelardo por lo que también habrá cedido en este punto, para decir que la humanidad de Pedro y la de Pablo no eran las mismas en ninguno de esos dos sentidos, sino que eran solamente semejantes? ¿Cómo, en efecto, habrían podido admitirse humanidades que no eran más que numéricamente diferentes? Como quiera que sea, abandonar la tesis de la ubicuidad era, al parecer, abandonar lo esencial del realismo, todo lo que podía constituir su valor para la teología. Y por esto, sin duda, en sus Sentencias, Guillermo ha querido señalar que era preciso aflojar el lazo entre la teología y el problema de los universales: se puede rechazar el realismo cuando se habla de las especies de las cosas creadas; pero entonces «el modo de unidad (de la especie en los individuos) no debe ser transportado a la naturaleza de la divinidad, por temor a que, contrariamente a la fe, nos veamos forzados a reconocer tres dioses como tres substancias». Entonces también, debemos añadir, la intelectualización de la teología buscada por San Anselmo se encuentra muy comprometida.

Abelardo ha buscado, fuera de las vías del realismo, una solución nueva y original al gran problema de la Edad Media: ¿cómo pensar la fe? Jamás tuvo la ambición, ni siquiera la idea de crear una filosofía autónoma; el pretendido racionalismo de Abelardo es una invención moderna; con toda franqueza escribía a Eloísa: «No quiero ser filósofo si hay que resistir a San Pablo; no quiero ser Aristóteles si tengo que separarme de Cristo.» Ha exaltado la vida monástica, que ponía muy por encima de la del clero secular; opone la simple función (officium) del sacerdote y del obispo a la religión (religio) del monje y del ermitaño, San Agustín a San Jerónimo, pero encuentra en el estoicismo del obispo la expresión del viejo ideal monástico.

Si ha abandonado el realismo, no es para llegar al nominalismo de su segundo maestro Roscelin; no encuentra bastantes sarcasmos contra éste «cuya vida y cuya charla han hecho despreciable la dialéctica para todos los religiosos». Sin embargo, su teoría de los universales, hasta donde se la puede precisar, se aproxima más bien al nominalismo. Parte de la definición que Aristóteles dio de lo universal en el De Interpretatione: «Lo universal es aquello que, por naturaleza, se dice de varias cosas, como hombre; lo individual, lo que no se dice de más de una cosa, como Calias»; la universalidad no está, pues, en la palabra como tal (vox), sino en la palabra en tanto que es capaz de ser predicado (sermo praedicabilis); casi se podría decir: la universalidad es una determinada función lógica de una palabra. Por eso mismo y en virtud del adagio latino: res de re non praedicatur, no puede ser una realidad. Sin embargo, la palabra universal, aun sin designar una realidad, ha sido dada a los sujetos de los cuales se dice a causa de una semejanza en la cual todos convienen; todos esos sujetos, por ejemplo, son hombres y, por su estado de hombres (status hominis), no difieren. La originalidad de Abelardo, a propósito de los universales, parece, pues, haber consistido en no haber considerado jamás la especie aparte de los individuos ni los individuos aparte unos de otros, sino haber buscado lo universal en una relación entre ellos. Por este motivo, ha sido el primero en señalar el aspecto psicológico del problema, la formación de los universales a partir del conocimiento de los individuos, y en servirse de lo que Boecio, en su comentario de los Tópicos, había utilizado de la teoría de Aristóteles sobre la formación del concepto: el sentido toca ligeramente a la cosa, la imaginación la fija en la mente, la inteligencia viene de la atención prestada no ya a la cosa, sino a una de sus propiedades. Es el procedimiento de abstracción; la inteligencia conoce lo abstracto separadamente de la cosa, pero no separada (separación non separata, división non divisa); sin lo cual, observa Abelardo, ese conocimiento sería vano, puesto que el mismo no se referiría en absoluto a la realidad.

Aunque diferente del nominalismo de Roscelin, esa teoría de Abelardo no podía pretender guiar la mente hacia una inteligencia de la fe, y especialmente de la Trinidad. Por consiguiente, la dialéctica fracasaba aquí para resolver el gran problema de Anselmo. En la época de Abelardo, no era el único fracaso de ese género; por sus mismas obras sabemos que abundaban entonces las tentativas de emplear las nociones o adagios de la dialéctica para pensar las cosas divinas, pues el mismo Abelardo las denunciaba y las criticaba violentamente: «Tal es su arrogancia, decía, que piensan que no hay nada que no pueda ser comprendido y penetrado por sus pequeños razonamientos (ratiunculis); con desprecio de todas las autoridades, se vanaglorian de no creer más que en sí mismos… Qué indignidad más grande para los fieles es confesar públicamente la creencia en un Dios tal como el pequeño razonamiento humano puede comprenderlo.»

Las herejías que cita y que condena en la Introducción a la Teología proceden todas de una inadecuada aplicación de los procedimientos del conocimiento humano a la realidad divina; si se aplicasen las reglas de la dialéctica a la Trinidad, se obtendrían los resultados más contrarios a la fe; por ejemplo, si Dios es una substancia única, de ahí se deduce que siendo el Padre y el Hijo una sola substancia, Dios se engendra a sí mismo: a esa conclusión llegaba Alberico de Reims. La dialéctica nos enseña que cada ser distinto tiene una esencia distinta; por consiguiente, si las personas son distintas, habrá que admitir por encima de ellas tres esencias, la paternidad, la filiación y la procesión: así pensaba Gilberto el Universal, que enseña hacia 1127. Las Categorías de Aristóteles clasifican las cosas en substancias y en accidentes; si las personas no son substancias, son accidentes; desde entonces no hay ningún medio de distinguirlas de los demás atributos divinos, tales como la justicia y la misericordia, que también son «formas esencialmente distintas de Dios», como sus atributos lo son de las criaturas: ésta era la tesis sostenida por Ulger, el maestro de la escuela de Angers, entre 1113 y 1125. Otros dogmas además del de la Trinidad eran también atacados por este método: la universal presciencia de Dios, contradictoria con la libertad, la creación en el tiempo, que contradice el adagio de que la causa no puede existir sin el efecto.

Con su gusto por la flexibilidad dialéctica, Abelardo clasifica incluso todas las herejías posibles acerca de la Trinidad. La dialéctica no conoce más que dos especies de distinciones, la de las palabras y la de las cosas; por consiguiente, las personas de la Trinidad son distintas entre sí por una de esas dos distinciones; si es por una distinción de palabras, esa distinción no es eterna, puesto que las palabras son invención humana, y, además, habría tantas personas como nombres hay para designar a Dios (es la herejía de Angers); si es una distinción real, o bien Dios es uno en substancia, y la realidad de las personas se confunde en uno; o bien las personas son distintas, y es triple también en substancia. Añadamos que tres cosas implican una multitud real y, por consiguiente, una composición en Dios. He ahí cómo el misterio se disuelve cuando se piensa en él como dialéctico. Un ejemplo mostrará todo el verbalismo de ese procedimiento. Aristóteles, en el De Interpretatione, había dicho que la proposición «homo ambulat» corresponde a «homo est ambulans«; si se dice «persono sunt«, se podrá poner en su lugar, según esa regla, persono sunt entia o sunt essentiae, lo que constituye una herejía próxima a la de Gilberto el Universal.

Para refutar esas herejías, Abelardo intenta ciertamente situarse primero en el punto de vista de sus adversarios y pasar de una dialéctica grosera a otra dialéctica más sutil. El movimiento envolvente está muy señalado en el siguiente pasaje: «En este opúsculo, dice, tenemos la pretensión no ya de enseñar la verdad, sino de defenderla, sobre todo contra los seudofilósofos que nos atacan con razonamientos filosóficos; así, hemos resuelto contestarles con los mismos razonamientos filosóficos con que nos atacan». Todos sus malos razonamientos proceden de que se confunden los sentidos que ha dado Porfirio en la Isagoge a las palabras idem y diversum. Varias cosas son las mismas, o bien esencialmente, cuando una esencia numéricamente la misma (Sócrates) es designada por varias expresiones (ese cuerpo, esa substancia), o bien por sus propiedades, como una cosa blanca es también dura si participa de la dureza, o bien por su definición, como muero y ensis, o bien por su semejanza, como las especies de un mismo género; por último, una cosa puede ser llamada la misma porque no recibe ningún cambio, como Dios. Para destruir las herejías, basta decir que las personas divinas son idénticas en el primer sentido, esencialmente, puesto que designan una substancia única, Dios, pero no en el segundo sentido ni en el tercero, por sus propiedades y por sus definiciones: por no haber hecho esa distinción, los dialécticos no habían comprendido que había casos en que una multiplicidad no implica que existan cosas múltiples.»

Abelardo, aunque teme un empleo brutal y sin matices de la dialéctica, es, sin embargo, partidario de la dialéctica; busca un apoyo en San Agustín, que ha llamado a la dialéctica «disciplinam disciplinarum» y que ha dicho de ella: «haec docet docere, haec docet discere«; y hace resaltar, como se ha visto anteriormente, la necesidad de su uso para frustrar las falsas argumentaciones de los herejes. Insiste mucho en este último motivo; su actitud espiritual está lejos de ser, a este respecto, la de San Anselmo; se trata menos de esa meditación entre cristianos que prepara de lejos la contemplación de los elegidos que de la defensa contra el adversario; Abelardo es más combativo que meditativo; acerca de la Trinidad, escribe en la Introductio ad Theologiam, «no prometemos enseñar la verdad, a la cual creemos que ni nosotros ni ningún mortal podemos alcanzar; pero, al menos, algo verosímil que entronque con la razón humana y no sea contrario a la fe, eso es lo que queremos proponer contra los que se vanaglorian de atacar la fe con razonamientos humanos y que no se preocupan más que de los razonamientos que conocen». Insiste muy a menudo en el carácter puramente verosímil que conserva, en teología, el razonamiento dialéctico: «No hay que estimar en mucho lo que con el razonamiento humano basta para discutir, y no hay que reputar como de fe lo que se recibe como evidente a impulso de un razonamiento humano.» Por otra parte, hay que recordar que el lenguaje humano está hecho para expresar las cosas que están incluidas en las diez categorías. Ahora bien: una categoría tal como la de substancia, definida como sujeto de los accidentes contrarios, no conviene de ningún modo a Dios. Abelardo conoce y recuerda las tesis del Areopagita sobre la teología negativa y la teología simbólica. Aunque censura a los que siguen pura y simplemente a la autoridad, diciendo que no se debe practicar ninguna investigación racional que se refiera a los misterios de la fe católica y que, para todas las cosas, es necesario creer de inmediato a la autoridad, añade en la Teología: «Mientras que ‘la razón está escondida, conformémonos con la autoridad»; y da contra el abuso de la dialéctica un argumento ad hominem muy impresionante: si Boecio, que es la gran autoridad en materia de lógica, no ha podido aplicar el razonamiento al dogma, ¿cómo podrían hacerlo los que sacan de Boecio toda su ciencia? Así, se opone a la dialéctica la autoridad del más grande de los dialécticos.

Ese perpetuo vaivén en la reflexión de Abelardo lo lleva a una construcción filosófico-teológica muy diferente de la de San Anselmo. No se encuentra en Abelardo ningún ensayo de prueba dialéctica de la existencia de Dios, ni de la Encarnación. Mientras que, para San Anselmo; existen los dogmas y la dialéctica que los demuestra, para Abelardo, existen por una parte los dogmas y por otra, las doctrinas filosóficas, especialmente las del Timeo y del Sueño de Escipión, y la ambición de Abelardo consiste en demostrar que las doctrinas racionales dicen lo mismo que los dogmas revelados, y especialmente que la tríade de hipóstasis divinas que se encuentra en esas dos obras equivale a la Trinidad cristiana. El credo ut intelligam se encuentra sin duda en la base de esa intelectualización de la fe; no es menos cierto que la verdad filosófica que se confronta con el dogma es dada como desde fuera. Bien entendido, una confrontación de ese género no puede tener éxito a no ser interpretando a Platón y a Macrobio en cierto sentido que los aproxima al dogma: que esa interpretación falsea su pensamiento, es lo que se muestra ante nosotros con una evidencia cegadora; pero, no obstante el poco cuidado de exactitud histórica de la época, esto no se le ocultaba al mismo Abelardo. Que haya podido servirse de una interpretación de Platón, que él sabía que era inexacta, para asimilarla al dogma, es cosa característica de los hábitos de la mentalidad medieval; es legítima no sólo la interpretación exacta de un texto, sino toda interpretación’ que permita una meditación fructuosa; en’ un texto, no sólo hay lo que el autor ‘ha querido consignar en él, sino todo’ lo, que en él se puede encontrar de útil; así lo dice el mismo Abelardo: después del sentido un tanto forzado que ha dado de un pasaje de Macrobio para asimilar el alma del mundo al Espíritu Santo, añade: «Si alguien me acusa de ser un intérprete inoportuno que violenta los textos, interpretando torcidamente hacia nuestra fe, mediante una explicación impropia, los términos de los filósofos y atribuyéndoles pensamientos que jamás han tenido, que piense en la profecía que el Espíritu Santo ha proferido por boca de Caifás, dándole un sentido en el cual no pensaba el que la pronunciaba.» Por consiguiente, la interpretación que da Abelardo de los filósofos no es valedera, según él mismo, más que si los filósofos han sido, al modo de los profetas, inspirados que ignoraban el alcance de sus palabras; ésta había sido antiguamente la tesis de apologistas como Justino; sólo que, como las doctrinas filosóficas son consideradas así como una especie de repetición de los dogmas, el problema de la intelectualización de la fe no por ello ha avanzado más; Platón, o bien no sirve para nada, si es un inspirado, o es perjudicial, si se toman sus palabras en su verdadero sentido. Tales eran las dificultades con las cuales tropezaba Abelardo en la solución que quería dar al gran problema de la Edad Media.

Abelardo comentaba a Platón como se comentaba la Biblia: la manera de hablar por enigmas, dice, «es tan familiar a los filósofos como a los profetas»; todo lo que Platón ha dicho del alma del mundo debe entenderse en un sentido velado (per involucrum); y da para ello el mismo motivo que se daba, desde Filón, para buscar un sentido alegórico en la Biblia; es que el sentido literal es absurdo; es absurdo decir, como lo hace Platón, que el mundo es un animal racional, ya que el mundo no tiene órganos de sensibilidad y ya que, por otra parte, el alma del mundo, animándolo todo, haría inútiles todas las demás almas; en realidad, Platón (lo mismo que Macrobio) ha querido decir que, así como nuestras almas confieren a nuestros cuerpos la vida animal, el Alma del mundo, que es el Espíritu Santo, es para nuestras almas un principio de vida espiritual.» Gracias a un procedimiento de ese género, Abelardo encontrará en Platón todos los detalles del dogma; por ejemplo, Platón dice, con los latinos y contra los griegos, que el Espíritu Santo procede a la vez del Padre y del Hijo: el demiurgo (Espíritu Santo), dice Platón, contempla, en la Inteligencia divina, las formas ejemplares, que él llama ideas; eso quiere decir que el Espíritu Santo procede del Hijo o por el Hijo, «puesto que por la razón universal de la sabiduría divina gobierna las obras de Dios y hace pasar a la realidad las concepciones de su inteligencia». No hay dificultad que no sea salvada de ese modo: Macrobio emplea la palabra creare para designar la procesión del Espíritu Santo; se dirá que es un empleo abusivo.» El alma del mundo está forjada por Dios en el Timeo; eso no obsta para que ella sea el Espíritu Santo, ya que esta hecha, como él, antes de la creación del mundo, es decir, eternamente.

El alma del mundo, en Platón, no es simple, sino compuesta por dos esencias, la de lo indivisible y la de lo divisible: es que el Espíritu Santo es simple en sí y múltiple por sus dones. En caso preciso, incluso se tienen dos explicaciones completamente dispuestas: el Timeo pone en el alma del mundo de lo mismo y de lo otro, y eso quiere decir que el Espíritu Santo es idéntico a las otras personas por la substancia y diferente por su propiedad, o bien designa su inmutabilidad unida a la diversidad de sus efectos.»Si hay imágenes demasiado materiales, se las borra: el Timeo dice que las almas humanas están hechas con los residuos del alma del mundo, y leemos: «nuestras almas imitan al alma del mundo (el Espíritu Santo) en sus potencias y sus facultades, pero están muy por debajo de ella en dignidad».

Esa insistencia en la interpretación del alma del mundo del Timeo se explica sin duda por la oposición de Abelardo a ciertos discípulos de la escuela de Chartres, como Bernardo Silvestre, quien, identificando el alma del mundo con la tercera persona de la Trinidad, conserva, sin embargo, la exégesis literal del texto de Platón; esa misma doctrina es a la que él alude en la Dialéctica, cuando a la equivalencia entre la tríade Tagathon, Noús, Alma del mundo y la Trinidad cristiana opone que el alma del mundo no es coeterna con Dios. El abandono de esa exégesis era su condición para poder unir a Platón y al Evangelio. En esa doctrina manifestaba ese mismo gusto agustiniano por las similitudes que se encuentra en su comparación familiar de la generación del Hijo con la imagen modelada en la cera; cera e imagen son una en cuanto a la substancia, aunque diferentes en cuanto a las propiedades.

La Ethica o Scito te ipsum, una de las últimas obras de Abelardo, no es, en su propósito, más racionalista que sus demás trabajos: es un diálogo entre un filósofo y un cristiano; el filósofo abraza el cristianismo después de decir: «Admitamos, pues, esta opinión sobre el soberano bien que no es tampoco desconocida por nuestros profetas»; pero Abelardo está representado en ella por el cristiano que reprocha al filósofo que califique como insensateces las doctrinas de los apóstoles que sin embargo han convencido a filósofos. Su pretensión no es, pues, la de crear una moral autónoma, sino la de hallar por la razón la moral del cristianismo. Admite que la voluntad de Dios, conducida por su inteligencia, es la regla suprema de la conducta; el amor de Dios es para el hombre el bien supremo, y el odio de Dios el más grande de los males; el mandamiento supremo es amar a Dios y al prójimo. Solamente, añade, que esa ley no es conocida directamente, sino interiormente por la conciencia, a la cual debemos obedecer, incluso si, exteriormente, Dios manda o parece mandar otra cosa: el bien está únicamente en esa conformidad con la conciencia y no en la acción (opus), que por sí misma no tiene ningún valor moral; además, la conciencia conoce la regla moral como una ley natural; es una razón, o un discernimiento del bien y del mal que es común a todos. El pecado que consiste en prestar nuestro asentimiento (consensus) a un deseo que reconocemos como injusto y por consiguiente en despreciar la voluntad de Dios, tal como se manifiesta a nuestra conciencia, es puramente personal y no puede haber en él nada de un pecado heredado, tal como si el pecado de Adán pudiera recaer sobre nosotros. Asimismo, y por los mismos motivos, el mérito es personal y la doctrina de la reversibilidad de los méritos de Cristo sobre cada cristiano es incomprensible. Por consiguiente, esa doctrina parece negar el valor de las obras, hacer inútil la revelación especial concedida a Moisés y a los cristianos, abolir la necesidad de Cristo como mediador y volver al pelagianismo. Abelardo se esfuerza grandemente por conservar las nociones cristianas; pero la gracia ya no es para él el don divino de la permanencia en el bien, es el conocimiento del reino de los cielos, como objeto y fin de nuestra acción: la mediación de Cristo es necesaria, pero de Cristo considerado como un maestro que enseña.

Así como lo muestra sobre todo la Ethica, la doctrina de Abelardo va a parar mucho menos a una inteligencia de la fe que a una especie de confusión de la fe con la inteligencia. Dialéctico ante todo, no habiendo puesto, según cuenta, su talento dialéctico al servicio de la teología más que a petición de sus discípulos, conoce muy mal la Escritura; los textos que ha reunido en el Sic et Non no prueban lo contrario, pues los encontraba reunidos en las obras de Ivo de Chartres. De ahí procede, sin duda, su facilidad para asimilar tantas cosas diferentes. Como Berenguer en el siglo XI, Abelardo encontró frente a él a adversarios que, en sus errores de método, vieron un peligro para la misma Iglesia. Una vez más iba a estallar el viejo anatema pauliniano contra la sabiduría de este mundo.

Por otra parte, los enemigos de la filosofía no habían cesado jamás en sus diatribas. A principios del siglo, Bruno, obispo de Segovia (muerto en 1123), declara «necios y completamente insensatos a los que quieren discutir acerca de la soberana Trinidad con silogismos platónicos y argumentos aristotélicos». En el capítulo IV del libro II de sus Sentencias, ese enemigo de la filosofía estudia las cuatro virtudes cardinales y da de ellas las definiciones clásicas que encuentra en los filósofos; pero, a propósito de la primera, la prudencia, que identifica con la sabiduría y de la cual da la definición estoica: «divinarum humanarumque rerum cognitio«, escribe que con eso se refiere «no a la sabiduría de este mundo, sino a la que afecta a la honradez de las costumbres y a la salud de las almas, no a la que enseñan filósofos y oradores, sino a la que predican apóstoles y doctores».

El gran adversario de Abelardo es San Bernardo, abad de Claraval y reformador del Císter: la lucha entre estos dos hombres, que termina con la condenación de Abelardo; en los sínodos de Soissons (1121) y de Sens (1140) condenaron algunas de sus tesis teológicas. La polémica con San Bernardo es uno de los episodios que mejor pueden hacernos comprender el espíritu medieval, aunque haya que reconocer de hombres como Bernardo que si tienen un lugar en la historia de la filosofía, es a pesar de ellos mismos, pues nunca la han amado.[21]


[1] Cfr., Fraile, G., Historia de la Filosofía (Tomo II: “El Judaísmo, el Cristianismo, el Islam y la Filosofía”), BAC, Madrid 21966, pp. 354-355.

[2] Cfr., Fraile, G., Historia de la Filosofía (Tomo I: “Grecia y Roma”), BAC, Madrid 31971; pp. 226-227.

[3] Cfr., Ibid., pp. 302-306.

[4] Cfr., Ibid., pp. 739-743.

[5] Cfr., Gilson, E., La filosofía en la Edad Media. Desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV, Gredos, Madrid 21985; p. 129.

[6] Fraile, op. cit. (tomo I), pp. 795-796.

[7] Cfr., Ibid., pp. 435-436.

[8] Aristóteles, Metafísica XII, 7, 1073a2.

[9] Gilson, op.cit., p. 225.

[10] Cfr., los detalles que da sobre la redacción del Monologium, sobre la manera como ha nacido de discusiones y de conversaciones que los hermanos le suplicaron redactara como exemplum meditationis. Ver Monologium, (Prólogo), en Obras completas de San Anselmo, tomo 1, BAC, Madrid, 1952.

[11] Monolog., xxxvi.

[12] «Etiam si nulla ratione quod credo possim comprenderé, nihil tamen est quod me ab eius firnitate valeat evellere»: Cur Deus Homo, cap. II.

[13] De Fide Trinitatis p. 259.

[14] Cur Deus Homo, cap. I; cfr., De Fide Trinitatis, p. 150.

[15] Cfr., De Casu Diaboli, cap. XII: sobre la necesidad de retener a la vez todos los detalles de una argumentación quasi sub uno intuitu.

[16] Credu ut intelligam; Proslogium, cap. I.

[17] De Concordia praescientiae, cap. VI.

[18] De Fide Trinitatis, prólogo: «por mucho que el hombre pueda aprender y saber, las razones profundas de una realidad tan grande todavía están ocultas para él».

[19] Cfr. Platón, República, VII; 518a y ss.

[20] “Así, pues, ¡oh Señor!, tú que das inteligencia a la fe, concédeme, cuanto conozcas que me sea conveniente, entender que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos. Ciertamente creemos que tú eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado. Se trata, de saber si existe una naturaleza que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios. Pero cuando me oye decir que hay algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe. Porque una cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía que exista lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende también que existe lo que ha hecho. El insensato tiene que conceder que tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo que se entiende existe en el entendimiento; y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, no puede existir en el solo entendimiento. Pues si existe, aunque sea sólo en el entendimiento, puede pensarse que exista también en la realidad, lo que es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. Luego existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado”. Proslogium II (en Obras Completas de San Anselmo).

[21] Un amplio estudio sobre Abelardo ,su pensamiento y aporte a la filosofía es el de John Morenbon, The Philosophy of Peter Abelard, Cambridge, University press. 1997; Albe J. Luddy, The Case of Peter Abelard, Dublín, M.H. Gill, 1947. También puede consultarse a Richard Heinzmann, La filosofía de la Edad Media, Barcelona, Herder, 1995; Ángel Capelleti, Cuatro filósofos de la Alta Edad Media, Puebla, Cajica, 1970. Imprescindible Ettienne Gilson, La Filosofía en la Edad Media. De los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV, Madrid, Gredos, 1999.

La Esencia de la Filosofía Escolástica

II. LA FILOSOFÍA DE LA ESCOLÁSTICA

2.1. CARACTERES GENERALES DE LA FILOSOFÍA ESCOLÁSTICA

Bajo el nombre de Escolástica se comprende la especulación filosófico-teológica forjada en las escuelas de la Edad Media. Se tenía antes la idea, que aun hoy no ha desaparecido por completo, de que la filosofía escolástica de la Edad Media muestra una estructura del pensamiento completamente unísona y uniforme, que representa una recapitulación y compendio del pensamiento antiguo y del de los Santos Padres y que sólo tiene valor en el orden del pensamiento en cuanto contiene lo que existía en sus fuentes y predecesores. Es cierto que se encuentra en la Edad Media una mayor comunidad y convergencia en el método y en las fundamentales convicciones filosóficas que en la filosofía de la Edad Moderna; podemos designar con C. Baeumker esta unidad de forma y este carácter de su contenido como «acervo de la Escolástica» o, con M. de Wulf, como «la síntesis escolástica». Sin embargo, encontramos en la Escolástica una «diferenciada variedad y una tensión vital» (Baeumker), mucho mayor movimiento y multiplicidad de direcciones y corrientes de lo que antes podía sospecharse.

Como la silueta de una montaña vista de lejos parece uniforme y cuanto más nos acercamos a ella tanto mejor se nos muestra en su estructura y en su riqueza de formas, así le sucede al que se sumerge en el estudio sobre todo de las fuentes y textos de la filosofía medieval y además recoge la impresión de los materiales escolásticos hasta ahora inéditos y desconocidos. Por esto no es posible hacer en pequeño espacio una descripción completa del sistema escolástico. Es preferible, como lo ha hecho Baeumker de una manera que puede servir de modelo en su exposición de la filosofía europea de la Edad Media, resumir primeramente los rasgos característicos comunes a todas las múltiples formas del pensamiento escolástico, señalar la unidad del fondo espiritual, bosquejar después las líneas capitales del desenvolvimiento de la filosofía medieval y finalmente presentar el sistema filosófico de uno de los maestros de la Escolástica en su íntima conexión. En primer término, se presenta aquí a nuestra consideración Santo Tomás de Aquino, pues su filosofía es el más valioso tipo del pensamiento escolástico por su contenido y por su método, y el que más poderosamente ha influido en las generaciones posteriores.

2.2. La forma externa de la Escolástica

Si queremos resumir los caracteres generales del pensamiento escolástico, debemos atender, en primer lugar, a la forma externa y a la apariencia en que se nos presenta, y analizar después la parte interna, el espíritu del sistema filosófico-medieval. Finalmente, haremos un resumen de las fuentes de la filosofía escolástica, pues precisamente la utilización de materiales, el conocimiento de fuentes nuevas representa una base de desarrollo y de progreso del pensamiento medieval. Dado el estrecho enlace que existe entre la forma externa y el espíritu de una ciencia, podremos ya en la exposición del aspecto externo de la filosofía escolástica penetrar más o menos en su interna y esencial estructura.

2.2.1. Escolástica: Ciencia de las escuelas

Por la apariencia y la forma externa, la filosofía cristiana de la Edad Media nos aparece, según lo indica ya el nombre de Escolástica, como ciencia de las escuelas. En la Alta Edad Mediascholasticus es el maestro de las artes liberales, de las siete disciplinas libres del Trivium (Gramática, Lógica o Dialéctica, Retórica) y el Quadrivium (Geometría, Aritmética, Astronomía y Música). La palabra scholasticus tiene también a veces hasta el siglo XII la significación de discípulo o escolar. Más tarde se llama escolástico en general a todo aquel que da enseñanza en las escuelas, especialmente de Filosofía y Teología. La denominación propia de los que enseñaban Filosofía y Teología era, en la escolástica propiamente dicha, la de magister (magister artium, magister in theologia). Pedro de Poitiers († 1205) usa la denominación de doctor scholasticus. Como ciencia de las escuelas el pensamiento filosófico de la Edad Media se formó primero en las escuelas de las catedrales y de los conventos, después en las Universidades. El desarrollo de la enseñanza desde las escuelas catedralicias y conventuales a los centros científicos de las Universidades, del studium generale, fue de poderoso influjo para la evolución de la Escolástica. Precisamente la formación de Facultades de artes en las Universidades y la práctica de que los escolares y los profesores de Teología perteneciesen primeramente a las facultades de Filosofía influyó en la constitución de la Filosofía como ciencia independiente en el siglo XIII y especialmente en el XIV. París fue llamado por Alberto Magno la civitas philosophorum. A esa íntima conexión entre la naturaleza de la enseñanza y la ciencia se debe que el carácter de las escuelas imprimiera su sello en el pensamiento y el trabajo científicos. La labor de las escuelas tenía, singularmente en la época de las escuelas catedralicias y conventuales, el carácter de una tradición, de una transmisión de conocimientos en fórmulas fijas. De aquí también la receptividad y el aspecto en cierto modo corporativo del pensamiento científico, de aquí el respeto a las definitiones y auctoritates magistrales, de aquí el más frecuente empleo de determinadas citaciones, cuestiones, objeciones, etc., a través de las generaciones científicas. De aquí también la regresión del elemento personal y nacional.

Las formas fundamentales de la enseñanza eran la lectio y especialmente más tarde, también la disputatio. La lectio consistía en la explicación de libros señalados que servían de texto. En Teología eran comentadas por el bachiller las Sentencias u opiniones de los padres de la Iglesia, escrito de Pedro Lombardo, quien es considerado como el primero en redactar unas Sentencias, aunque también se discute si en realidad fue Guillermo de Champeaux. Los Cuatro Libros de Sentencias están organizados y distribuidos en un orden temático, que será clásico en la enseñanza escolástica: la Trinidad (libro I), la creación (libro II), la encarnación y el Espíritu Santo (libro III) y los sacramentos (libro IV). Por su parte, el maestro de teología, en tanto el verdadero profesor, le correspondía comentar los libros bíblicos. En Filosofía constituían el objeto de este método le comentarios, ante todo, las obras de Aristóteles, a las cuales se unían también trabajos de Boecio y libros pseudo-aristotélicos. La disputatio era la discusión, según un patrón determinado y con una técnica más tarde ricamente desarrollada, de problemas que, concebidos bajo la forma de cuestiones, eran discutidos en todos los aspectos de pro et contra y resueltos en determinado y fundamentado sentido. Mientras en la lectio hablaba solamente el profesor, la disputatio se desarrollaba en disertación y contradisertación La lectio tenía al principio un carácter a modo de glosa compendiada que después fue perdiendo cada vez más, bajo el influjo de la disputatio, haciendo un uso cada vez mayor de la forma de cuestiones. Estas formas fundamentales de la enseñanza se reflejaban en las dos formas externas de la especulación escolástica, en los géneros de su literatura y en la técnica de su exposición.

El método escolástico, que se elabora con el objetivo primario de ser un instrumento didáctico, alcanza su pleno desarrollo formal con la llegada de las universidades medievales, entre los siglos XII y XIII. En términos generales, en las facultades de derecho los textos leídos eran los decretos imperiales, el Decreto de Graciano, las decretales, etc.; en las facultades de medicina se leían sobre todo textos de Avicena y Averroes y textos antiguos; en las facultades de artes, convertidas en el s. XIII en facultades de filosofía, se leyeron y comentaron de forma creciente textos de las obras lógicas y físicas de Aristóteles; en las facultades de teología, los textos procedían de la Biblia, de obras de los Padres de la Iglesia y de las colecciones de sentencias llamadas Libros de las sentencias. Los escolásticos leían estos textos, discutían sobre ellos y predicaban acerca de ellos. La lectura comentada de textos dio origen a las glosas literales y a los Comentarios sobre los libros de las sentencias, como veremos en el siguiente apartado.

2.2.2. Géneros de la literatura escolástica

Los géneros literarios de la filosofía y la teología escolásticas presentan, especialmente en el Escolasticismo más desarrollado del siglo XIII y en el tiempo que le sigue, formas ricamente variadas. En el primer periodo encontramos pequeños tratados dialécticos, en parte de un género independiente, en parte de aclaraciones sobre el Isagoge de Porfirio y sobre escritos de Aristóteles acerca de la Lógica, a veces también monografías filosóficas en forma de diálogo como los tratados de San Anselmo De veritate y De grammatico. Escritos puramente filosóficos proceden especialmente de la escuela de Chartres. Además en este primer periodo de la Escolástica se encuentran pensamientos filosóficos, con preferencia en las obras teológicas, en las Sentencias y Summas abundantemente desarrolladas ya en el siglo XII, en obras exegéticas, en comentarios a los escritos teológicos de Boecio, etc.

Para explicarnos el ámbito, la organización y el método en el estudio de la Filosofía de la Alta Escolástica, debemos fijarnos primeramente en la literatura de introducción filosófica, en los tratados De divisione, De ortu scientiarum de un Domingo Gundisalvo, Roberto Kilwardby, Juan Daciano, etc. Una ojeada sobre los ejercicios usados en la lógica de las escuelas y especialmente sobre la lógica del lenguaje nos descubre el género de los Sophismata (impossibilia, insolubilia); colecciones de temas con ejercicios lógicos y lingüísticos como los escribieron Siger de Courtrai, Bartolomé de Brujas, Alberto de Sajonia, etc. El estudio de los comentarios sobre Aristóteles de un Alberto Magno, Tomás de Aquino, Egidio Romano, Pedro de Auvernia, Duns Scoto, etc., nos introduce en todo el ámbito del saber filosófico. Los innumerables comentarios de Aristóteles escritos en los siglos XIV y XV por un Gualterio de Burleigh, un Guillermo de Ockham, un Buridan, un Alberto de Sajonia, etc., plantean muchas veces formulaciones personales de las cuestiones y desarrollan una multitud de nuevos puntos de vista filosóficos. Para el uso de las escuelas servían ya en el siglo XIII diccionarios de palabras aristotélicas, así como también numerosos extractos de los escritos del Estagirita. A este género de compendios filosóficos pertenece también la Philosophia pauperum de Alberto de Orlamünde, tan usada en las escuelas de las ciudades alemanas. Debemos una amplia exposición independiente, todavía inédita, de la Metafísica al franciscano Tomás de York († 1260). Una aportación filosófica igualmente independiente, que recoge y refunde un amplio círculo del saber filosófico de su tiempo es el Speculum divinorum et naturalium de Enrique Bate de Malinas, que también está todavía inédito.

Rico material filosófico contienen las grandes obras teológicas, los innumerables comentarios de las Sentencias de Pedro Lombardo y las grandes Sumas teológicas, particularmente las de Tomás de Aquino, Ulrico de Estrasburgo y Enrique de Gante. Entonces se escriben también Sumas de contenido predominantemente filosófico, como son la Summa de creaturis de Alberto Magno, la Suma contra Gentiles de Santo Tomás de Aquino y una Summa philosophiae atribuida a Roberto Grosseteste. Por lo que se refiere a la Ética debe tenerse también en cuenta las numerosas Summae de vitiis et virtutibus.

La especial indagación de la Alta Escolástica se encuentra en los numerosos Opuscula filosóficos de Alberto Magno, Tomás de Aquino y su primitiva escuela, Dietrich von Freiberg, Egidio Romano y muy especialmente en la literatura de las cuestiones, más amplia todavía. En ésta se distinguen los Quodlibetalia (quaestiones de quolibet), nacidos ya al final del primer período de la Escolástica (Simón de Tournai) y las Quaestiones disputatae. Las Quaestiones quodlibetales, de las cuales las más importantes son las de Santo Tomás de Aquino, Enrique de Gante, Godofredo de Fontaines, Duns Scoto y Egidio Romano, constituyen el sedimento literario de los ejercicios de discusión (disputationes de quolibet), que tenían los maestros de Teología dos veces al año (antes de Navidad y antes de Pascuas), en los cuales se discutían pro et contra cuestiones de diferentes materias filosóficas y teológicas sin riguroso orden sistemático. Las Quaestiones disputatae son la fijación por escrito de todas las disputationes ordinariae celebradas por un profesor de Teología durante ocho o catorce días y en las cuales se discutían problemas importantes, difíciles y conexos, filosóficos y teológicos, con toda la fundamentación y profundidad de la indagación escolástica. Las Quaestiones disputatae de un Tomás de Aquino, de un Mateo d’Acquasparta, de un Bernardo de Trilla, de un Juan de Nápoles, etc., son exposiciones extensas, coherentes y plenamente desarrolladas de cuestiones capitales filosóficas y teológicas. En la esfera influida por Alberto Magno y Tomás de Aquino, muestra la literatura de estas quaestiones un sello predominante filosófico. Podemos venir en conocimiento de las controversias de la época y de las escuelas por los escritos de polémica, por ejemplo, la literatura de controversia surgida en torno a la doctrina de Santo Tomás. Finalmente, el saber filosófico de la Edad Media, especialmente en su conexión con las ciencias naturales, ha encontrado una exposición enciclopédica en las obras De propietatibus rerum, De naturis rerum de Bartolomé Anglico, Tomás de Cantimpré, etc., en el Speculum majus de Vicente de Beauvais, en la Catena entium de Enrique de Herford. Casi todos estos géneros literarios han brotado de las necesidades y modos de la enseñanza, y llevan, por tanto, más o menos claramente, el sello de las escuelas.

2.2.3. Método y técnica de la exposición escolástica

Si examinamos la Summa teológica de Santo Tomás de Aquino o una quaestio disputata, etc., veremos empleado en cada uno de los artículos el siguiente esquema: Después del titulo que comienza con la palabra Utrum sigue una serie de objeciones o argumentos iniciados con la frase Videtur quod o Videtur quod non. Después bajo el rótulo: Sed contra sigue una o varias contra-argumentaciones. Inmediatamente viene la verdadera solución del problema (Respondeo dicendum) y su fundamentación, lo cual se llama Responsio principalis o corpus articuli o también solutio. Constituye la conclusión la respuesta que de acuerdo con esa solución se da a los argumentos contrarios puestos al principio del articulo. Este esquema escolástico estereotipado ha nacido de los ejercicios usados de la enseñanza. Abelardo, en su obra Sic et non (de ahí el método sic et non) reunió textos de los Santos Padres aparentemente contradictorios y en la introducción dio reglas por las cuales podían conciliarse estas discordancias, especialmente por método dialéctico. Sin embargo, no ha contribuido tanto este método de sic et non a la formación del modo esquemático de controversia y de exposición escolástica como la divulgación de los escritos aristotélicos Analytica priora et posteriora, Topica y Sophistica en la segunda mitad del siglo XII. Mientras que en los libros de Sumas y Sentencias de fines del siglo XII y principios del XIII ese esquema ofrece un aspecto predominantemente dialéctico y con frecuencia entre la multitud de argumentos y contra-argumentos casi desaparece la verdadera solución, en la Alta Escolástica, en San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, Mateo d’Acquasparta, etc., la entraña del problema se traslada al corpus articuli que contiene la solución bien desarrollada y fundamentada. En la respuesta a las objeciones se encuentran esparcidas observaciones que completan el pensamiento y la demostración de la parte principal o cuerpo del articulo. Por lo demás, los maestros de la Escolástica abandonaban con frecuencia esta que a nosotros nos parece pesada armazón, y se movían más libremente en el terreno de sus ideas y razonamientos. Así lo hicieron San Buenaventura en su Breviloquium, Santo Tomás en su Summa contra gentiles y en sus Opuscula, Ulrico de Estrasburgo en su Summa teológica, etc. También la forma de diálogo fue empleada en los escritos escolásticos y todavía más en los místicos. Por otra parte resultaban de la técnica expositiva de los escolásticos grandes ventajas de orden dialéctico planteamiento exacto de los problemas, razonamiento preciso y claro, tendencia a una expresión rigurosa, lógica y ajustada. Cierto es también que este método de exposición debía dar pábulo, especialmente en la Escolástica de tiempos posteriores, a artificiosas y excesivas sutilezas dialécticas.

Con el método de exposición de la Escolástica se relaciona estrechamente la forma lingüística empleada en la filosofía medieval. El juicio severo e impulsivo lanzado por el Humanismo sobre la latinidad de la Escolástica en sus últimos tiempos no debe generalizarse totalmente, no debe extenderse al lenguaje de la primitiva y de la Alta Escolástica. En realidad, el latín de los maestros de la Filosofía en los siglos XII y XIII se lee perfectamente. Por lo que respecta al estilo de Santo Tomás de Aquino puede decirse que es llano, claro, conciso, sin vuelos ni adornos retóricos, adaptado a una exposición lúcida y comprensible aun en sus más difíciles razonamientos. Mayor papel desempeña el corazón y la fantasía en los escritos de San Buenaventura, en los que no es raro encontrar la viveza de colorido del estilo agustiniano. Por lo demás, en los escritos de Alberto Magno y de Santo Tomás de Aquino hallamos citas de poetas y prosistas antiguos y, en general, nunca desapareció de la Escolástica la huella del Humanismo. No pocos escolásticos se han revelado también como poetas latinos. Así lo hicieron Hildeberto de Lavardin, Felipe de Grève, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, John Pecham.

La conexión del lenguaje de la Escolástica con la enseñanza de las escuelas se manifiesta también en el uso de una determinada terminología filosófica unitaria, de la que en buena parte se encuentran reminiscencias en la filosofía de la época moderna y que por conducto de los místicos alemanes, ha enriquecido también la lengua alemana.

III. LA ESENCIA ÍNTIMA DE LA ESCOLÁSTICA

3.1. Dirección fundamental del pensamiento escolástico en general

Ya la forma externa y la apariencia con que la Escolástica se presenta nos ha hecho aludir de varios modos a la esencia íntima, al espíritu de la especulación medieval. Si queremos comprender más profundamente esta esencia íntima del pensamiento escolástico, debemos en primer lugar conocer la fuerza impulsora que inspira y da forma a la vida espiritual de la Edad Media. Primeramente, pues, habremos de estar en disposición de comprender cada una de las fuerzas y factores mediante los cuales puede comprenderse la naturaleza y evolución de la filosofía escolástica.

Esta fuerza impulsora es la concepción y valoración teórica y práctica de la vida terrenal, con todo su contenido y relaciones, como un primer grado y una preparación para el más allá, la convicción profundamente cristiana de que la Humanidad tiene un fin sobrenatural y supraterreno. Este fin supraterreno se presenta en esta vida mortal al entendimiento humano en la forma de las verdades sobrenaturales que el espíritu conoce por medio de la fe. La vida del alma se determina y ordena hacia este fin supraterreno por medio de las fuerzas sobrenaturales de la gracia que ya en esta vida fundan una sociedad divina. Pero ¿cómo se manifiesta el influjo de una concepción de la vida de tal modo sobrenatural y orientada al más allá, en la formación del pensamiento filosófico? En ciertos espíritus esta acentuación de la idea del más allá en la vida terrestre podía provocar un menosprecio de la ciencia profana y con ella de la Filosofía. En otros, en cambio, precisamente el carácter misterioso y sobrenatural de la doctrina revelada y transmitida por la tradición podía estimular poderosamente el pensamiento; además, la elaboración especulativa que sobre los dogmas habían realizado los Santos Padres y principalmente San Agustín convidaba a sumergir la inteligencia en los misterios del Cristianismo La entusiasta dedicación a la especulación teológica producía naturalmente el gusto y la inclinación por la Metafísica. No es posible una ciencia de lo sobrenatural sin una ciencia de lo suprasensible, sin una convicción de la posibilidad de la Metafísica. La Metafísica es el firme cimiento de la Teología especulativa, y reina con plenitud en el templo de la doctrina sacra. Pudo también servir la Dialéctica para ordenar y dar forma a cada una de las partes del edificio; pero sólo aquellos teólogos especulativos que tenían pensamiento y conocimientos metafísicos pudieron aspirar a un extenso influjo, a una poderosa acción de conjunto. A priori se puede, pues, afirmar que la filosofía escolástica, nacida bajo el influjo de la concepción fundamental de la vida terrenal que tuvo la Edad Media, debió ostentar ante todo un sello metafísico. A esta inspiración metafísica procedente de la Teología, en especial de la teología agustiniana, hay que añadir el hecho de entrar en el campo visual de las naciones occidentales determinados escritos neoplatónicos y la Metafísica de Aristóteles, que dieron pábulo superabundante al ansia de conocimientos metafísicos. Con esta dedicación a la Metafísica se marca la dirección hacia lo real y objetivo, hacia lo universal, hacia la quidditas, hacia la esencia que el pensamiento abstrae de la realidad concreta, y hacia el contenido y valor puramente espiritual. En este culto de lo metafísico y trascendente, lo individual y personal no es estimado como lo es, más tarde, en la filosofía del Renacimiento. Lo concreto e individual no tiene inmediato valor científico; ínicamente lo tiene lo uinversal y abstracto. Y, sin embargo, se encuentran entre los pensadores medievales individualidades y personalidades de fuerte relieve. La filosofía de la Escolástica es preferentemente una filosofía del ser, brotada del convencimiento de que el espíritu humano puede, a través de las apariencias, penetrar en el ser y esencia de las cosas y elevarse hasta Dios, el Ser absoluto, como primer principio y un último fin de la creación.

Esta dirección fundamental y este carácter básico del pensamiento escolástico en general, nos aparecen más claros si consideramos separadamente las fuerzas y factores que han condicionado interiormente la marcha evolutiva del pensamiento medieval. Estas fuerzas y factores pueden expresarse en los siguientes pares de conceptos: auctoritas y ratio, Teología y Filosofía, Escolástica y Mística, especulación e investigación empírica.

3.2. «Auctoritas» y «ratio»

Auctoritas y ratio son los resortes esenciales del método escolástico. Auctoritas quiere decir la enseñanza de la Iglesia, las sentencias de la Sagrada Escritura y la doctrina de los Santos Padres. Auctoritas es un texto de un Concilio, una palabra de la Biblia, una cita de un Santo Padre. Más tarde también se incorporan a las Tabulae auctoritatum afirmaciones de filósofos, especialmente de Aristóteles. En la auctoritas está representado el elemento tradicional y constante. Ratio es la razón humana, es también la dialéctica y la reflexión filosófica, es además el fundamento racional, es la forma y el valor del pensamiento, la esencia espiritualmente comprensible (eîdos) de una cosa. En la ratio es, pues, donde se puede apreciar el elemento subjetivo filosófico, especulativo, la fisonomía intelectual de la Escolástica. Por lo dicho se ve que cada uno de estos dos factores del pensamiento filosófico pueden ponerse de relieve de un modo unilateral. La exaltación de la autoridad lleva a un tradicionalismo hiperconservador, a una labor de mera recepción y compilación de cosas ya indagadas y transmitidas. Por el contrario, de la exageración de la ratio, de la dialéctica, resulta la manía de la sutileza y del artificio ideológico, una hiperdialéctica que piensa en abstracto, sin sentido histórico alguno, no aprecia objetivamente el material de las fuentes y hace de las auctoritates un objeto de habilidades conceptuales. Entonces tiene la autoridad, según la expresión de Alano de Insulis, una nariz de cera, es decir, que puede volverse en distintas direcciones. Los verdaderos maestros de la Escolástica han procurado guardarse teórica y prácticamente de ambos extremos: en ellos se equilibran la auctoritas y la ratio. Juan de Salisbury, por ejemplo, aprecia en alto grado la auctoritas, la continuidad y la tradición científica y se apoya para ello en una sentencia de Bernardo de Chartres. El mismo escritor solía decir que somos enanos encaramados sobre los hombros de unos gigantes. Si vemos más y a mayor distancia que ellos, no es porque nuestros ojos tengan mayor potencia visual, ni porque seamos más grandes, sino porque nos hemos elevado a las alturas sirviéndonos de la grandeza del gigante. Apreciaba también Juan de Salisbury en alto grado el poder de la razón, la dialéctica, cuando mantiene contacto con las demás disciplinas y se emplea al servicio de un punto de vista real: «Así como la espada de Hércules no tiene ningún poder en la mano de un pigmeo o de un enano, y la misma espada, cuando el puño de un Aquiles o de un Héctor la mueve, todo lo abate como un rayo, así también la Dialéctica, privada del peso de las otras disciplinas, es instrumento mezquino y casi inútil, mientras que, si se la pone en la pesada mano de las demás disciplinas, está presta a aniquilar todo engaño o falsedad.»

En San Anselmo de Cantorbery, Hugo de San Víctor y en los grandes maestros de la Alta Escolástica: Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, etc., auctoritas y ratio no solamente no son cosas contrapuestas sino que una en otra se insertan y mutuamente se estimulan. La auctoritas bajo el influjo de la ratio cesa de ser una simple compilación de citas tradicionales aisladas, se transforma en un estudio sistemático de las obras de los Santos Padres, etc. Es precisamente el sentido y la inteligencia del estudio de las fuentes, el trabajar sobre las fuentes mismas un rasgo característico de la Escolástica en sus tiempos de florecimiento, mientras que el abandono de los estudios de conjunto sobre las fuentes y el ir a caza de sutilezas son cosa propia de los tiempos de su decadencia. En el periodo de florecimiento de la Escolástica, la auctoritas influyó sobre la ratio, dio al pensamiento especulativo un nuevo y rico contenido y elevó éste del pequeño trabajo de la dialéctica a un horizonte más amplio, enlazado con el trabajo anterior del pensamiento y animado por la comprensión del progreso orgánico de la ciencia. Así, en la suerte que corrieron la auctoritas y la ratio se refleja la marcha ascendente y la decadencia de la labor del pensamiento escolástico.

3.3. Teología y Filosofía

En este par de conceptos que dependen íntimamente del de la auctoritas y ratio encontramos la relación de dependencia de la filosofía medieval con la Teología, cuya conocida fórmula ‑Philosophia est ancilla Theologiae– se halla indicada ya en Filón y expresada por San Juan Damasceno y San Pedro Damiano. Muchas veces se ha subrayado excesivamente en los libros de historia esta relación de dependencia, presentando la filosofía de la Edad Media como surgida totalmente de la Teología. Una investigación histórica penetrante no puede dar la razón a esta manera de ver las cosas.

Nosotros vemos en el pensamiento dos concepciones extremas y una teología intermedia. Los extremos son de una parte el menosprecio de los estudios filosóficos, de otra parte la exaltación del saber filosófico con menoscabo de la fe y de la Teología. El primer extremo está representado en los siglos XI y XII por los antidialécticos (Otloh de Saint-Emmeram, San Pedro Damiano, Manegold de Lautenbach, Gualterio de San Víctor, Miguel de Corbeil y otros). Miguel de Corbeil († 1199) escribe Inutilis inquisitio studium philosophiae. En el siglo XIII los «Espirituales» de la orden de San Francisco, ciertos partidarios de direcciones apocalípticas, como el médico Arnaldo de Vilanova y teólogos franciscanos que, como Pedro Juan Olivi y Servasanctus, estaban familiarizados con la especulación filosófica, se expresaron duramente contra la filosofía y contra Aristóteles. El segundo extremo, antiteológico, se manifiesta en el primer período con los hiperdialécticos, y en el siglo XIII con algunos averroístas latinos de la Facultad de Artes de París. Estos se dieron a conocer por afirmaciones que estaban en pugna con el dogma y el Cristianismo, y trataron de salvar este conflicto con doctrina, falsamente atribuida a Averroes, de la doble verdad, según la cual una misma cosa puede ser al mismo tiempo filosóficamente verdadera y teológicamente falsa, y viceversa. Dentro de esta dirección cae el intento varias veces manifestado, por ejemplo, en Ramón Llull, de reducir por completo los misterios de fe a verdades racionales.

Entre estos dos extremos, los maestros de la primitiva y de la Alta Escolástica trataron de encontrar teórica y prácticamente una segura vía media, fijando la relación entre la Filosofía y la Teología. Estos escolásticos -Santo Tomás entre ellos- propusieron una línea divisoria entre ambas ciencias, distinguiendo terminantemente los principios, el campo de desenvolvimiento y el método de una y otra, manifestando abiertamente la estima en que tenían la razón y la filosofía sin temor a pasar por sospechosos a los ojos de algunos de sus contemporáneos de mezquino espíritu. Si estos pensadores asignaron a la Teología antes que a la Filosofía la palabra decisiva en las cuestiones comunes a ambas, si además mantuvieron como misión ideal de la Filosofía prestar sus servicios a la ciencia de la fe, hallábanse tan bien sustentados en este terreno por convicciones que procedían de la filosofía teísta.

Además, no debe olvidarse que con el crecimiento de los materiales procedentes de fuentes filosóficas se ensanchó para la Escolástica el campo propio de las investigaciones puramente filosóficas. En la Escolástica primitiva puede decirse que, en general, los pensamientos filosóficos están contenidos en obras teológicas. La entrada de toda la obra aristotélica al mismo tiempo que del material islámico-judío y neoplatónico en el horizonte visible de la Escolástica tuvo por consecuencia que el interés filosófico adquiriera un poderoso vuelo y que se produjera un importante desarrollo de la iniciativa filosófica. La fundamentación y construcción del aristotelismo escolástico por Alberto y Tomás de Aquino es labor manifiestamente filosófica. Si a los ojos de estos pensadores la Filosofía no hubiera sido más que simple ancilla theologiae no se explicaría que emplearan tanto tiempo y tanto trabajo en la composición de sus comentarios sobre Aristóteles, incluso sobre aquellas obras de Aristóteles de las que no era esperar ningún provecho para la Teología, Santo Tomás ha suscrito esta proposición Nec video, quid pertineat ad fidem, qualiter Philosophi verba exponantur. Alberto Magno y Santo Tomás aparecen a los ojos de sus contemporáneos como philosophi. Su adversario Siger de Brabante escribe: Praecipui viri in philosophia Albertus et Thomas. Tolomeo de Lucca ensalza a Santo Tomás como «Archa philosophiae et theologiae». El influjo científico ejercido por Alberto y Santo Tomás ha sido, como lo muestra la literatura procedente del círculo de sus discípulos, en gran parte inédita todavía, de carácter predominantemente filosófico. Allí se ve a la Filosofía moviéndose en el más amplio campo como una ciencia independiente y de contenido propio. No fue cultivada la Filosofía en las Facultades de Artes con una finalidad inmediatamente teológica. Esta Filosofía, de las facultades de Artes, que sobrepasó en varios aspectos el ámbito del interés teológico, espera una más exacta investigación. En el siglo XIV, cuando hombres como Buridan, Alberto de Sajonia, etc., escriben obras exclusivamente filosóficas aparece en primer término esta filosofía de las Facultades de Artes.

3.4. Escolástica y Mística

Si antes se había considerado la Filosofía y la Teología tan estrechamente unidas en la Escolástica que la Filosofía brotaba de la Teología perdiendo su independencia y su carácter propio, en cambio se propendió durante mucho tiempo a separar todo lo posible la Escolástica y la Mística y a mirarlas como colocadas en posiciones contrapuestas. La Escolástica representaba una seca actuación del entendimiento desfallecido y sin vida, como un formalismo apriorista y sin iniciativa personal. Por el contrario, en la Mística se sentía palpitar la vida religiosa personal en su fresca naturalidad. La investigación histórica ha probado que en esta concepción hay mucho de artificio y ha mostrado que la Escolástica y la Mística no son cosas opuestas sino correlativas.

Ambas direcciones se encuentran en el terreno común del intelectualismo religioso. «Vita contemplativa -observa Santo Tomás de Aquino- quantum ad ipsam essentiam pertinet ad intellectum». En su más íntima esencia, la Escolástica y la Mística concuerdan intelectualmente. Es cierto que la Escolástica en todo su desarrollo se ha mantenido sobre el terreno del conocimiento teórico y especulativo y de la investigación de la divina verdad mientras que la Mística persigue un conocimiento de Dios y de su presencia en el fondo íntimo del alma, basado en una interior y sobrenatural relación con la Divinidad, una cognitio Dei experimentalis. La Escolástica es materia de enseñanza y de estudio, su lugar es la cátedra, su forma es más racional e impersonal, sus elementos son ante todo la Lógica y la Metafísica. La Mística es coloquio del alma con Dios, su lugar está en la silenciosa celda de un claustro, su forma tiene el atractivo de lo original y lo personal, su elemento es el camino del alma a Dios, el «Itinerarium mentis ad Deum».

Escolástica y Mística beben en las mismas fuentes. San Agustín ha ejercido la más honda influencia en ambos aspectos de la vida espiritual de la Edad Media. Señaladamente sus Confessiones han sido el Jordán del místico anhelo de Dios en los tiempos medievales. Una autoridad común a la Escolástica y a la Mística era el Pseudo- Dionisio areopagita. La conexión entre la Escolástica y la Mística se revela en el hecho de que ambas direcciones convergen con frecuencia en una misma persona sin turbar la unidad de su vida espiritual. San Anselmo de Cantorbery, Hugo y Ricardo de San Victor, San Buenaventura, reúnen en sí la genial especulación y la interioridad mística. Santo Tomás de Aquino ha entrelazado dentro de su Summa theologica la teoría, normativa para los tiempos posteriores, de la contemplación mística y en especial ha influido filosófica y teológicamente en los místicos españoles de los siglos XVI y XVII que se agrupan en torno de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. La mística alemana ha salido ante todo de la Escolástica, orientada en el neoplatonismo, de Alberto Magno y Ulrico de Estrasburgo. Una figura destacada nuevamente de las tinieblas del pasado y del olvido es Juan de Kastl (1400), el autor del conmovedor librito místico, antes atribuido a Alberto Magno, De adhaerendo Deo, el cual en su escrito presenta la armonía existente entre la escolástica tomista y la íntima ternura de la Mística. El análisis de las fuentes de los místicos alemanes, en Eckhart, Tauler, Enrique Suso ha conducido a un fondo escolástico. Juan de Sterngassen ha escrito un comentario de sentencias y Nicolás de Estrasburgo una Summa filosófica.

Mística y Escolástica se han influido recíprocamente y se encuentran en situación de cambio frecuente de dones y servicios. La Mística es deudora a la Escolástica de temas fundamentales, de pensamientos tomados de la doctrina de Dios, de doctrinas fundamentales de la Psicología y de la Ética. Utiliza también, por este lado, expresiones de Aristóteles, como se muestra especialmente en el siglo XVI en San Juan de la Cruz. Por su parte también la Mística ha ejercido eficaz y favorable influjo en el desenvolvimiento de la Escolástica. Ella ha contrarrestado el exceso de dialéctica, ha acentuado los puntos de vista reales y de contenido, ha contribuido a la trabazón orgánica de los conocimientos, ha penetrado en las ideas y en los amplios horizontes de San Agustín. En el aspecto formal ha abierto la entrada a la fantasía y al corazón en el método de trabajo escolástico, animando la figura dialéctico-metafísica de la Escolástica con rasgos personales y psicológicos. No se puede comprender completamente la Filosofía y la Teología de la Edad Media si se prescinde de su conexión con la Mística.

3.5. Escolástica y ciencia de la Naturaleza

Contra la filosofía medieval se ha hecho y se hace valer con frecuencia el reproche de que le faltó el sentido de lo real en los fenómenos de la Naturaleza y en la vida del alma, y de que la imperfecta y equivocada representación de la Naturaleza y del mundo, perjudicial también a la concepción filosófica del Universo, debió impedir una actividad filosófica verdaderamente fecunda, descubridora de nuevos conocimientos. ¿Es esto así, realmente? Ante todo, no se debe exagerar el influjo que sobre el pensamiento filosófico pudiera ejercer la ignorancia de los escolásticos en materia de Ciencias naturales, aunque esa ignorancia hubiera sido tan grande como se dice. Hay amplios campos del pensamiento filosófico, la Lógica, la Teoría del conocimiento, la Metafísica y la Ética, en los cuales se pueden hacer trabajos valiosísimos como los hizo la filosofía griega sin poseer conocimientos especiales en las ciencias de la Naturaleza. La Edad Media, sin más que los conocimientos naturales y medios técnicos de entonces, ha levantado la majestuosa catedral de líneas armónicas y duración perenne. No se puede negar que estaba también en condiciones de reflexionar con gran fruto sobre problemas lógicos y metafísicos, psicológicos y éticos.

Además, la investigación histórica de la Edad Media demuestra cada vez más que los conocimientos de los escolásticos en las Ciencias naturales no eran tan escasos como muchas veces se afirma. Una ojeada de conjunto sobre las fuentes, impresas o inéditas, nos descubre a través de toda la Escolástica una tendencia hacia los estudios científico-naturales y hacia las observaciones relativas a la filosofía de la Naturaleza. Las obras matemáticas y de Ciencias naturales debidas a los antiguos y a los árabes fueron estudiadas con gran solicitud. Aristóteles aviva y alimenta el gusto intelectual por la experiencia y la realidad, tan fundamental para la metafísica inductiva, y a ello pospone las construcciones apriorísticas que también son posibles en tiempos de florecimiento de las Ciencias naturales. También en relación con la metafísica neoplatónica se señalaron vivas aficiones al estudio de la Naturaleza. Despertaban interés dentro de los medios de entonces las cuestiones de Anatomía, de importancia para la inteligencia de la Fisiología de los sentidos y en general para el aspecto corporal de los fenómenos psíquicos. Las investigaciones de Sudhoff y de su escuela sobre la historia de la Medicina medieval derraman nueva luz sobre este sector de la ciencia de aquel tiempo. Prestaron también servicios a la Psicología las numerosas obras sobre Óptica que bajo la influencia de Alhazen brotaron de la pluma de los escolásticos, por ejemplo, de Roberto Grosseteste, Witelo, John Pecham, Dietrich de Freiberg y Roger Bacon.

La más moderna historiografía de las Ciencias naturales han hecho sorprendentes revelaciones sobre el saber escolástico en dichas ciencias. Alberto Magno aparece cada vez más, a la luz del estudio de las fuentes, como independiente observador de los fenómenos de la Naturaleza. En Zoología Alberto se ha apoyado en observaciones propias. Cosa análoga puede decirse en lo que toca a la Botánica y a la Geología. De Pedro Peregrino de Maricourt poseemos un tratado en forma epistolar sobre el imán con explicaciones sobre el método experimental. De Roger Bacon, influido por Maricourt, eran ya anteriormente conocidos y apreciados los trabajos sobre Matemáticas y Astronomía, sobre la reforma del calendario juliano, sobre Geografía, Óptica, etc. En su scientia experimentalis vio en la experiencia la base del progreso de las Ciencias naturales. Se mantiene la sorprendente afirmación de que los escolásticos del siglo XIV en la Universidad de París se anticiparon la mecánica de Galileo y al sistema astronómico de Copérnico[1]. Ya Santo Tomás de Aquino sostuvo con respecto al sistema de Ptolomeo este punto de vista: las hipótesis que proponen un sistema astronómico no convierten todavía en verdades demostradas por el hecho de que sus consecuencias estén de acuerdo con las observaciones. Francisco de Meyronnes afirma en su comentario de las sentencias, escrito en 1322, que un profesor parisiense, cuyo nombre no nos dice, señala como la hipótesis mejor la de que la tierra se mueve y el cielo está quieto. Nicolás de Oresme († 1382), cuyo nombre es también importante en la historia de la Economía Política, ha expuesto la doctrina de la rotación diurna de la tierra y de la quietud del cielo con fundamentos de una claridad y precisión que a juicio de P. Duhem exceden en mucho a lo que Copérnico ha escrito sobre el mismo asunto. Además, Nicolás de Oresme inventa la Geometría de coordenadas y la Geometría analítica y mucho tiempo antes de Galileo descubre la ley de la caída de los cuerpos. Una desviación de las ideas antiguas sobre la Dinámica y la Astronomía significa también la teoría del ímpetu de Buridan y Alberto de Sajonia, en la cual se abandona la concepción aristotélico-arábiga de los altos espíritus que se suponía que daban movimiento a las esferas del cielo, y se establece la teoría física de la fuerza impulsora.

IV. LAS FUENTES DE LA FILOSOFÍA ESCOLÁSTICA

Para la marcha evolutiva y el desenvolvimiento intelectual de la filosofía escolástica ha sido factor decisivo la afluencia de fuentes nuevas. El crecimiento y la lozanía del pensamiento medieval fueron condicionados por la asimilación de materiales nuevamente descubiertos. El material de fuentes filosóficas, la creciente biblioteca de la Escolástica puede ser clasificada en tres grupos los escritos aristotélicos en relación con la filosofía del Islam y del judaísmo, la literatura platónica o neoplatónica y las obras de los Santos Padres.

4.1. Los escritos aristotélicos en relación con la filosofía arábigo-judía

Hasta mediados del siglo XIII la Escolástica sólo podía disponer de la obra aristotélica en la parte transmitida por Boecio. Esta se componía de la Isagoge de Porfirio, de las Categorías y Perihermeneias (según la traducción y explicación de Boecio) y de los tratados de Boecio De divisione y De differentiis topicis. Todos estos escritos lógicos y además el Liber sex principiorum de Gilberto de la Porrée fueron comprendidos más tarde bajo la denominación de logica vetus. Hacia la mitad del siglo XII fueron conocidos en versión latina los principales escritos lógicos del Estagirita: los dos Analíticos, los Tópicos y la Sofística, todo lo cual fue designado con el nombre de Logica nova. El hecho más importante para la evolución de la filosofía medieval es el haberse conocido también las otras obras de Aristóteles en traducciones latinas, parte del griego y parte del árabe. El centro de los trabajos de traducción de escritos aristotélicos y arábigo-judíos fue el colegio de traductores de Toledo (desde mitad del siglo XII), cuyos principales representantes fueron en el siglo XII Dominico Gundisalvo, Juan Hispano, Gerardo de Cremona. En el siglo XIII Miguel Escoto y Hermann el Alemán hicieron traducciones arábigo-latinas. Traducciones del griego al latín hicieron en la baja Italia, es decir, en Sicilia Enrique Aristipo de Catania († 1162) y hacia la mitad de este siglo Bartolomé de Mesina. Además se señalaron en el siglo XIII como traductores de obras griegas Roberto Grosseteste y Guillermo de Moerbeke.

Así se vertieron en rápida sucesión casi todas las obras aristotélicas a la lengua latina usada por la Escolástica. La Metafísica se le hizo accesible primeramente -todavía en el siglo XII-, en una traducción parcial greco-latina (Metaphysica vetus), después en una versión arábigo-latina en 11 libros (Metaphysica nova) y, finalmente, en otra versión total greco-latina debida a Guillermo de Moerbeke. Los tres libros De anima y los Parva naturalia fueron conocidos igualmente por traducciones greco-latinas (ya antes de 1215) y arábigo-latinas. La física (como también De caelo et mundo, De generatione et corruptione) había sido ya traducida del árabe al latín por Gerardo de Cremona, a lo cual se unió (antes de 1215) una traducción greco-latina. Más tarde Miguel Escoto tradujo nuevamente del árabe al latín la Física, De caelo et mundo, De anima, con comentarios de Averroes, así como también De animalibus. En 1260 tradujo Guillermo cíe Moerbeke la historia de los animales del griego al latín. El libro 4º de los Meteorologica había sido ya traducido del griego por Enrique Aristipo, que tal vez tradujo también un fragmento de la Física. Los tres primeros libros de los Meteorologica fueron traducidos por Gerardo de Cremona del árabe al latín, a lo cual siguió una versión greco-latina de toda esta obra. En una versión arábigo-latina de Alfredo Anglico aprovechó la Escolástica el libro seudo-aristotélico De vegetalibus. De la Ética a Nicómaco fueron conocidos a principios del siglo XIII en traducción greco-latina primero los libros 2º y 3º (Ethica vetus), después el libro 1º (Ethica nova). Del árabe tradujo Hermann el Alemán († 1272), en el año 1240, la Paráfrasis a la Ética, libro escrito por Averroes, en 1243 la Summa Alexandrinorum, un compendio de la ética nicomaquea y trabajos de Averroes sobre la Retórica (1254) y la Poética de Aristóteles. Toda la ética nicomaquea fue vertida del griego al latín, hacia la mitad del siglo XIII, por Roberto Grosseteste más verosímilmente que por Guillermo de Moerbeke. Este último tradujo del original griego la Retórica y la Política, y además revisó anteriores traducciones greco-latinas. Bajo el reinado de Manfredo de Sicilia (1258 hasta 1260) Bartolomé de Mesina tradujo del griego al latín los Magna-Moralia y además los Problemata, Physiognomica y otros escritos más pequeños que corrían con el nombre de Aristóteles. Durando de Auvernia tradujo en 1295 los Oeconomica, de los cuales, así como de la Retórica, hubo una segunda traducción igualmente greco-latina. Como se ve, las traducciones greco-latinas de las obras aristotélicas forman una fase de la recepción del Estagirita más antigua y más extensa de lo que antes se suponía. Al mismo tiempo se hicieron también patrimonio común del pensamiento escolástico, vertidas a la lengua latina las obras de la filosofía del Islam (Alfarabí, Algazel. Avicena, Averroes, etc.), como también la literatura filosófica judaica (Israeli, Avicebrón, Moisés Maimónides). Además estuvieron también a disposición de la Alta Escolástica traducciones de los comentarios griegos a Aristóteles debidos a Temistio, Eustratio, Juan Filopono y Simplicio (de este último tradujo Guillermo de Moerbeke en 1266 el comentario a las categorías y en 1272 el del libro De caelo et mundo. Además había un rico material de obras sobre Matemáticas, Ciencias naturales y Medicina debidas a los griegos (Euclides, Ptolomeo, Galeno) y a los árabes.

4.2. Las fuentes platónicas y neoplatónicas, respectivamente

De los escritos platónicos fueron conocidos por la Escolástica ambos diálogos de Timeo (traducción y comentario de Calcidio), Fedón y Menón (ambos traducidos por Enrique Aristipo). Pensamientos platónicos entraron también en la Escolástica por el diálogo Asklepio atribuido a Apuleyo, por el comentario de Macrobio al Somnium Scipionis, de Cicerón, por Nemesio (Sobre la naturaleza del hombre), y también por Boecio. Fuentes neoplatónicas fluyen en la obra del seudo-areopagita (traducida primeramente por Escoto Erígena, después por Juan Sarraceno y Roberto Grosseteste), en el Liber de causis, que fue conocido ya por Santo Tomás de Aquino como una selección del Stoikheíosis theologiké de Proclo, y en esta obra del mismo Proclo que había sido traducida por Guillermo de Moerbeke (1268). El mismo traductor vertió más tarde otros escritos más pequeños de Proclo, este escolástico del neoplatonismo. La llamada teología de Aristóteles orientada en sentido neoplatónico, que ya al final del siglo XII había sido traducida del árabe, fue poco utilizada por la Escolástica. También vinieron al edificio del pensamiento escolástico motivos neoplatónicos procedentes de la filosofía islámica y judaica, especialmente de Avicena y Avicebrón.

4.3. Las fuentes patrísticas

Hablar del influjo patrístico de la filosofía medieval equivale a hablar de la supervivencia y del influjo de San Agustín en la Edad Media. En Psicología, la Escolástica utilizó a San Juan Damasceno, cuya obra de Fide ortodoxa pudo leerse en varias versiones (primeramente en la de Burgundio de Pisa, 1151, después también en la de Roberto Grosseteste). A esta breve ojeada sobre las fuentes de que dispuso la filosofía escolástica pueden añadiese también los escritos de los clásicos latinos (Cicerón, Séneca, etc.).

Ahora nos preguntamos: ¿En qué sentido han influido estas fuentes sobre el desarrollo y contenido del pensamiento filosófico de la Escolástica?

Refiriéndonos en primer lugar al influjo aristotélico, vemos que en el siglo XII, todavía en Alano de Insulis, Platón gozaba de más alto aprecio que Aristóteles. La entrada de toda la producción aristotélica en el ámbito del pensamiento escolástico produjo un cambio completo en favor de Aristóteles. Sin embargo, la recepción de Aristóteles en el siglo XIII no dejó de encontrar obstáculos. Prohibidos en París ya antes de 1210 los libros aristotélicos De naturali philosophia, en dicha fecha un concilio provincial celebrado en Paris prohibió por tres años la enseñanza de tales libros. En 1215 el cardenal Roberto de Courzon, legado del Papa en París, dictó esta prohibición: non legantur libri Aristotelis de metaphysica et de naturali philosophia.

Esta prohibición de Aristóteles está relacionada con la simultánea condenación de las doctrinas panteístas de Amaury de Bennes y David de Dinant. Gregorio IX ordenó que se mantuviera la interdicción de enseñar la Physica de Aristóteles hasta tanto que fuera examinada y depurada de sus errores por teólogos competentes. Este examen no dio ningún resultado decisivo. Entretanto, a pesar de esta prohibición, el nuevo material filosófico aristotélico y también arábigo había sido aprovechado por los profesores de París en sus escritos. En el año 1255 se formó oficialmente por la facultad de París un plan de lecciones sobre toda la obra aristotélica entonces conocida. Cuando Urbano IV en 1263 renueva la prohibición de Gregorio IX, sólo pensaba en el averroísmo latino que había penetrado en la Universidad de París. De no ser así, ¿cómo hubieran podido entonces Santo Tomás de Aquino y Guillermo de Moerbeke dedicarse en el palacio pontifical al estudio de la obra aristotélica en su conjunto y cómo habría podido Alberto Magno emprender sus trabajos sobre los escritos del filósofo de Estagira en toda su amplitud? En 1366 los legados de Urbano V en París dispusieron que para obtener la licenciatura en artes, fuera condición indispensable el estudio de toda la obra de Aristóteles.

La aceptación de los libros aristotélicos en el ámbito intelectual del siglo XIII dejará más tarde su sello en cada una de las direcciones filosóficas. Diremos sólo una palabra sobre la multitud de nuevos puntos de vista e ideas filosóficas que podía ofrecer al siglo XIII el aristotelismo nuevamente descubierto. Ya el conocimiento adquirido de todo el Organon había influido en la forma metódica de las Disputationes y en la técnica de la exposición escolástica; después la Metafísica, Física, Psicología, Ética, Política, etc., de Aristóteles abrieron caminos nuevos al pensamiento escolástico. La doctrina aristotélica del ser se puso a disposición de la Escolástica del siglo XIII. Las teorías sobre las significaciones del ser, sobre la potencia y el acto, sobre la substancia y el accidente, la doctrina de las causas, del movimiento, del tiempo y del espacio, de la materia y la forma, etc. ¡cuántos nuevos pensamientos abrió todo esto a la especulación escolástica del siglo XIII! La doctrina del primer motor inmóvil, con la cual se corresponde la de la pura actualidad, de la inmaterialidad y de la espiritualidad pensante, hubo de influir también en la teología escolástica. Añadamos a esto la idea aristotélica de la vida y del alma, la noción de las potencias del alma y de sus operaciones, la doctrina aristotélica de la felicidad, la introducción a las virtudes, su teoría de la sociedad y del Estado; nos limitamos a consignar meros nombres, cada uno de los cuales evoca un sinnúmero de influencias filosóficas. Cuánto penetra también este influjo en el terreno de la Teología, en aquellos puntos en que ésta guarda conexión con cuestiones metafísicas, psicológicas y éticas, se echa de ver con toda claridad comparando la Summa theologica de Santo Tomás con alguna de las muchas Sumas inéditas de los comienzos del siglo XIII. Pero no sería juzgar con acierto pensar que la Escolástica del siglo XIII se entregó ciegamente y sin sentido a las doctrinas de Aristóteles, del Filósofo, como se le llamó por antonomasia. En la formación de la Alta Escolástica y también de la Escolástica posterior descubrimos además elementos no aristotélicos que también aportaron su influjo. La filosofía de los siglos XIII y XIV no es una mera copia de Aristóteles.

Cada vez más se descubre a nuestros ojos el influjo de elementos del pensamiento neoplatónico sobre la Escolástica. En las doctrinas de los escolásticos sobre el camino del conocimiento y denominación de Dios, sobre la difusión de los bienes divinos en las criaturas, sobre el concepto del bien y de lo bello, sobre la escala de los seres y la conexión y armonía existente en la Naturaleza, en la luz metafísica por muchos escolásticos admitida, en la doctrina de algunos escolásticos sobre la emanación de las criaturas respecto a la primera Causa y sobre la inteligencia que está sobre los hombres, etcétera, en todo esto reconocemos destellos de la filosofía neoplatónica. También descubre un ojo observador en la trama de la filosofía medieval elementos del neopitagorismo platonizante.

Si la esfera del influjo de Aristóteles y también del neoplatonismo abarca principalmente la alta Escolástica, San Agustín ha ejercido una influencia casi exclusiva sobre el primer período, sin dejar de influir también en alto grado sobre la Escolástica en su apogeo. San Agustín era realmente para la Escolática como se expresa Juan de Salisbury Doctor ille ecclesiae, cuius nemo satis memor esse potest.

En primer lugar, San Agustín ha contribuido a dar un aspecto más metódico a la concepción científica de la Edad Media; en segundo lugar, ha ofrecido a la Escolástica un rico tesoro de pensamientos. En el primer aspecto, su utilización de la dialéctica y del platonismo o neoplatonismo, respectivamente, para la Teología autorizó a los ojos de la Edad Media el estudio de la filosofía profana. El problema central de la especulación medieval, el de la relación entre la fe y la ciencia, ha sido resuelto por San Agustín de una manera decisiva. El Credo, ut intelligam de San Anselmo de Cantorbery es el eco de la fórmula de San Agustín: Intellige, ut credas, crede, ut intelligas. La ciencia precede a la fe. El hombre debe primeramente saber que Dios ha hecho una revelación y después es cuando admite como creyente el contenido de esa revelación. Pero también la ciencia procede de la fe en cuanto el espíritu se abisma en las verdades de la fe y se afana por profundizar más en ellas. Además, la personalidad de San Agustín ha ejercido impresión profunda en muchos pensadores escolásticos, si bien el mundo de sus pensamientos no ha sido concebido por la Escolástica como una filosofía personal, sino en una forma más didáctica. El ansia de verdad de San Agustín, la irresistible tendencia hacia Dios, su visión teocéntrica del mundo, ha prendido fuertemente y ha abierto profundo cauce en los pensadores medievales. Si advertimos en la Escolástica rasgos subjetivos y personales que nos impresionan, lo debemos a la influencia de San Agustín, el mayor psicólogo cristiano.

San Agustín tenía también mucho que aportar al contenido de la filosofía escolástica.

El punto de partida de la filosofía agustiniana, la doctrina de la certeza de los hechos de conciencia y del propio yo, tuvo en la Escolástica menos importancia y utilidad, pues la oposición del escepticismo no se hacía sentir poderosamente. El pensamiento agustiniano de las verdades eternas, inmutables y necesarias, como camino para el conocimiento de Dios da prueba noética) y de que en Dios tiene su fundamento y raíz todo conocimiento de la verdad, su doctrina de las ideas divinas encontró en la Escolástica general acogida. En cambio, su teoría de la iluminación, su doctrina de la visión de las más altas, eternas e inmutables verdades in rationibus aeternis, sólo fue aceptada y continuada en su propia peculiaridad por la escuela franciscana del siglo XIII y en relación con ella en el circulo intelectual que seguía la dirección agustiniana. En las mismas escuelas encontró también acogida la doctrina de San Agustín sobre las rationes seminales, sobre la inmersión creadora de fuerzas seminales o principios de desenvolvimiento en la materia primitiva creada por Dios, principios de los cuales se ha desarrollado la realidad empírica del mundo. La metafísica del doctor de Hipona, sus pruebas de la existencia de Dios, además de la prueba noética, especialmente la que se funda en los grados de perfección, sus enseñanzas sobre la esencia y las perfecciones divinas, han ejercido profundo influjo en toda la Escolástica, incluso en la que se caracteriza por seguir la dirección aristotélica. Su psicología fue la psicología del primer periodo de la Escolástica y ha dado a la teoría del alma de la escuela franciscana su carácter dominante, siendo también muchas veces aprovechada por la psicología, de base aristotélica, de Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. En la ética y la filosofía del derecho de la Escolástica domina la doctrina agustiniana de la lex aeterna. Falta solamente mostrar la significación histórica que ha tenido la concepción agustiniana del Cristianismo, de la Iglesia y del Estado en la filosofía medieval, cerrando con ello este somero compendio de la influencia del obispo de Hipona en el pensamiento escolástico.

4.4. Fuentes contemporáneas

Los Cuatro libros de sentencias del Obispo de París, Pedro Lombardo (s. XII), han sido una obra fundamental en la producción literaria de la Escolástica. Las facultades de teología lo usaron como libro que todo aquel que se iniciaba en la enseñanza debía comentar. Dividido en cuatro partes, contiene de forma compendiada y sistemática las principales «autoridades» de la Biblia y la tradición sobre 1) Dios, 2) la creación, 3) la redención y 4) los sacramentos. De los comentarios sobre este libro surgieron las grandes obras Escolásticas denominadas Comentarios sobre los libros de las sentencias. Las Sumas de teología son propias del s. XIII y son obras de síntesis y de madurez.


[1] Cf., F. Enriques, Signification de l’histoire de la pensée scientifique, Paris: Hermann & Cie, 1934, 68 pág.

 

Preparación de la escolástica

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I. Preparación de la Escolástica

Los siglos que transcurren desde el fin de la Edad patrística hasta Anselmo de Canterbury y que pueden designarse con el nombre de pre-escolástica, fueron un período de receptividad, de transmisión de materiales patrísticos, período que se caracteriza por una literatura de florilegios o selecciones de cosas ajenas. Estos tiempos no tienen una fisonomía filosófica propia. La actividad filosófica se limita, en general, a la dialéctica de las escuelas. Alcuino († 804) escribe un compendio de psicología basado en San Agustín y Casiodoro. Los escritos de Ratramo señalan un avance en el orden filosófico († hacia el 868). Sobre esta monotonía del trabajo científico se alza en el siglo IX la figura de un pensador, de Juan Escoto Erígena († hacia 870).

Dentro de los escasos conocimientos científicos del siglo X fue Gerberto de Aurillac († 1003, siendo papa con el nombre de Silvestre II), un maestro de gran influjo y un acreditado escritor en las disciplinas del trivium y el quadrivium.

Notker Labeo en Saint-Gall († 1022) tradujo al alemán la Consolatio philosophiae, las versiones latinas de las Categorías aristotélicas y el Perihermeneias. El siglo XI se caracteriza por la oposición entre dialécticos y antidialécticos. La extensión de la dialéctica al terreno profano (Anselmo el Peripatético) y todavía más al terreno de la fe, provocó en la esfera monástica conservadora una reacción en parte hostil a la dialéctica (Otloh de Saint-Emmeram, Pedro Damiani, Manegold de Lautenbach). Guillermo de Hirschau († 1091) y Lanfranco († 1089), el maestro de San Anselmo de Cantorbery, trataron de mantenerse en una vía media entre ambos extremos. A fines del siglo XI se señala una aspiración a lo eterno y a lo divino que encontró su manifestación histórica en las Cruzadas. Al mismo tiempo surgió un renacimiento de la vida científica que produjo la Escolástica propiamente dicha. Francia, patria de las Cruzadas y del arte gótico, fue también la tierra fecunda de este renacimiento científico. La Escolástica del siglo XII que se considera como el primer periodo, es el preludio y la preparación de la Escolástica del siglo XIII, de la Alta Escolástica.

1.1. Renacimiento Carolingio

Documental: La Tradición de Occidente

1.2. Juan Escoto Eriúgena o Erígena (810-877)

Filósofo y teólogo irlandés, que se llamó a sí mismo «hijo del Eire», Erígena. Educado en un monasterio de Irlanda, entre 840 y 847 pasa a Francia, para dirigir la Escuela Palatina en la corte de Carlos el Calvo. A sugerencia de los obispos Hincmar de Reims y Párdulo de Laon, interviene en la llamada «disputa carolingia de la predestinación», surgida entre Hincmar de Reims y Godescalco, o Gottschalk, el cual sostenía la doble predestinación, de los justos a la salvación y de los malos a la condenación. Su respuesta a la cuestión, el libro De praedestinatione (851), inspirada en Agustín de Hipona, no satisfizo a la ortodoxia de la Iglesia, que la condenó en dos concilios, el de Valenciennes, en 855 y el de Langres en 859. Por encargo del emperador Carlos El Calvo, tradujo las obras de Pseudo Dionisio Areopagita, obra sumamente leída durante la Edad Media. Añadió a ésta otras traducciones de obras de padres de la Iglesia griegos, de Máximo el Confesor y de Gregorio de Nisa, y por ellas conoció Occidente buena parte del pensamiento teológico oriental y ellas fueron también el fundamento de su obra más notable y una de las más importantes de la Edad Media: De divisione Naturae [Sobre la división de la naturaleza] (entre 862 y 865), también llamado Peri physeon. Por medio de su traducción latina del Pseudo-Dionisio Areopagita ha introducido en Occidente pensamientos neoplatónicos por medio de sus glosas a los escritos teológicos de Boecio ha ayudado a abrirse camino al método de trabajo escolástico.

Eriúgena parte de la posibilidad general de conocimiento del ser en todos sus aspectos, inclusive el aspecto de la inexistencia. Es decir, cuando la mente humana se propone investigar el mundo e intenta percibir las cosas, su capacidad le permite abarcar todo lo que existe dentro de una división fundamental: la de la oposición de lo que es, y lo que no es, o sea, encarar la existencia racionalmente bajo el punto de vista de los límites de cada tipo de existencia. A esta consideración inicial se agrega otra: la de denominar naturaleza a toda y cualquier forma de existencia real. Según Eriúgena, la inteligencia humana analiza, clasifica, denomina y divide la realidad. Sé como cómo es la razón, pero no estoy seguro de cómo es el ser. La mente, por tanto, no conoce sino lo que puede ser entendido y nombrado de la realidad, y no la realidad como tal. Aquí vemos la teología negativa del Pseudo Dionisio aplicada a la epistemología de la naturaleza. El intelecto humano no es capaz de abarcar a la naturaleza en su totalidad óntica. Esta incapacidad marca y define el punto de partida ontológico de la teoría del conocimiento de Eriúgena: el entendimiento humano es incapaz de comprender el Ser. De aquí surgen unas cuestiones relevantes: ¿será la razón, que yo sé cuál es y cómo es, la que definirá al ser, que yo no sé cómo es, según su modo racional de ser; o será el ser, el cuál yo sé como es, el que condicionará los modos y capacidades de operación de la razón?

Naturaleza se aplica a todo lo que existe y a lo que no existe, tanto aquello que la mente percibe cuanto a aquello que la mente percibe que existe sin poder alcanzarlo, porque trasciende a su intento de captarlo conceptualmente. Naturaleza es entonces algo que se define como que es y/o no es, sin que se perciba el cómo es, ya que tanto de lo inexistente como de lo trascendente no se puede saber cómo es, solamente se sabe que es o que no es. Naturaleza solamente es aquello que es predicable, aunque, aunque sea la idea totalmente abstracta del no ser (el límite del ser), y del ser trascendente, que no es, en el sentido de que no es nada de aquello que podamos concebir como es. En realidad es algo que está en la mente, que puede ser predicado con mucha mayor amplitud que el concepto de ser. Es algo concebido en un plano más amplio y en cierta forma superior, al plano de la relación entre la mente y la realidad sensible. Ese plano superior al razonamiento común ni siquiera obedece a las leyes usuales del razonamiento, pues permite alcanzar y trabajar con procedimientos que el razonamiento común rechazaría: a) la posibilidad de incluir el límite y el no ser como parte de las consideraciones que se refieren a aquello que existe (en este plano abstracto, el no ser es algo que en cierta forma existe); b) la posibilidad de entender el Ser por sobre el ser común, el Ser trascendente, no solamente como un Super-ser (Pseudo Dionisio) sino como un no ser (a través de un procedimiento semejante, pero no idéntico, al de la teología negativa) porque es ser, de tal modo que no se sujeta a la noción común de ser; c) la consideración del fin último de la creación como la negación de toda la dialéctica –porque recoge en sí todo el no ser junto con el ser- y al mismo tiempo anula la consideración del Fin como siendo también el Principio Creador, a pesar de que en sí mismo el Fin y el Principio creador coincidan como alfa y omega; d) la subversión de todas las leyes del universo, pudiendo entonces un sol contener en sí todas las estrellas y una estrella contener en sí todos los soles.

Pero este tipo de razonamiento superior es llamado contemplación, a veces llamada mística o intuitiva, que implica la falta de correspondencia entre las palabras y las cosas, y la insuficiencia del análisis lógico. El universo y todo lo que existe no se analiza discriminadamente, sino contemplado dentro de una  intuición general sin razonamiento discursivo. No deja de ser racional pero está encima de toda razón.

De aquí se sigue que le conocimiento de la realidad sensible no es el verdadero conocimiento. Éste es el conocimiento de lo inmutable: conocer aquello que cambia no es conocer, porque cuando se consiguió saber lo que ya es su objeto cambió, y no es más lo que era. La contemplación de las naturalezas imperecederas, y la belleza y solidez de la inmutabilidad de las formas y de las especies supone el conocimiento inferior para orientarse en un movimiento que vaya como de los efectos a las causas. Lo que la razón contempla en el mundo material son las causas de las cosas; son éstas racionalmente contempladas y veneradas.

Las causas primordiales se manifiestan a la comprensión humana como teofanías, como revelaciones de la Primera Causa en el mundo: «ellas aparecen a través de la iluminación de la irradiación divina en teofanías de sí mismas en algunas cosas y en muchas otras». El uso del término teofanía por Escoto Eriúgena  es muy frecuente y variado, pero deriva de un significado principal: el mundo es una manifestación divina, una revelación paralela y complementaria a la revelación contenida en las Escrituras. El mundo es una teofanía y: Dios creador es como recreado en todas y cada una de las cosas del mundo. Recordando su clasificación de la naturaleza, Escoto Eriúgena expone de forma sistemática una articulación de la realidad, como naturaleza, según una vía ascendente y otra descendente, tal como sugería la dialéctica platónica. La totalidad, o el ser, se divide en cuatro dimensiones o clases:

1) la naturaleza que crea y no es creada;

2) la naturaleza creada y que crea;

3) la naturaleza creada y que no crea, y

4) la naturaleza no creada y que no crea.

La primera es Dios, principio sin principio (an-arkhos); la segunda corresponde a las ideas «arquetípicas», creadas en la mente del Verbo (logos) y modelos de todas las cosas; la tercera son las cosas creadas según las ideas; y la cuarta, Dios de nuevo, fin (reditus) de todo, al que tiende la creación entera que le reconoce como creador. La naturaleza es así una teofanía y las cosas son de algún modo Dios. Aparece de esta manera el fundamento de la teología positiva y negativa: Dios «es y no es» cada una de las cosas que de él se afirman a partir de las categorías humanas.  Dios es el ser de todo. Por medio de una serie de emanaciones substanciales da Dios el ser a todas las cosas. El primer grado es la natura creans et increata, es decir, Dios, en su ser insondable. Dios conoce en sí las causae primordiales, los primeros principios de las cosas. Se desarrolla a sí mismo en su conocimiento (natura creans creatae). Estos primeros principios de todos los seres, partiendo de Dios, se desenvuelven en el conjunto de los seres que existen en el tiempo y en el espacio (natura creata nec creans). Todo ser, el corpóreo como el espiritual, es una teofanía, una irradiación de la substancia divina. Finalmente, la corriente del mundo viene a desembocar en Dios, el mundo vuelve a Dios, se hace nuevamente una misma cosa con Dios, se deifica (natura nec creata nec creans).

Este sistema neoplatónico de toda la naturaleza, entendido de forma panteísta y relacionado con las doctrinas de Amalrico de Bene (†1207) a comienzos del s. XIII, fue condenado por el concilio de París, de 1210. Honorio III ratificó la condena del libro (1225). Pese a ello, la obra tuvo una enorme difusión e influencia. En 1684 la edición de esta obra fue colocada en el Index.

Su obra De divisione naturae tuvo influencia también en la Escolástica posterior; así la tuvo en el siglo XII en la Clavis physicae de Honorio de Augustodunum, en Alano de Insulis y Garnier de Rochefort y a principios del siglo XIII en Simón de Tournai. Su pensamiento fundamental monista encuentra un eco reforzado en Amaury de Bennes y los amauricianos y en David de Dinant al declinar el siglo XII.